No es el coche con el fuego cubierto, aquà el sonido.
Valenzuela ha regado doce orquestas en el Parque
Central. Empacho de faroles frigios, quioscos cariciosos
de azul franela, mudables lágrimas compostelanas.
Saltan de la siesta y alistan la cintura,
para volar con las impulsiones habaneras de la flauta.
La flauta es el cordel que sigue la cintura en el sueño.
La cintura es la flauta destapada por las avispas.
Como un general entierna el vozarrón y regala cigarros
en las garitas, Valenzuela recorrÃa las marcas zodiacales.
Cada astro enseñaba su orquesta en una mesa
de casino, Valenzuela las poblaba de azúcar.
Azúcar con sangre minuciosa, toronja con canela combada,
azúcar lapislázuli, su levita no necesitaba de tafetán,
no avisaba saltando desde su coche, haraganeaba en comandos de música.
Se detenÃa con los gaiteros, con los planchadores de ceniza.
Al desgaire rendÃa la clave secreta, las ofertas.
Le enseñaban la muestra de un pantalón centifolio,
con la tela en el oÃdo, reconocÃa la mano inconclusa.
Carita de rana, el Gobernador, Segismundo el vaquero,
entraban al bailete con las nalgas de cabra,
con retorcidos llaveros mascados por los perros.
Una candela, un balazo y el tapabocas, daban luna en las redes.
Por los alrededores del Parque Central, las doce orquestas
de Valenzuela. Cuatro debajo de cuatro árboles.
Otras cuatro en el salón de lágrimas compostelanas.
Tres en esquinas resopladas. Una, en el uno de San Rafael.
Ya decÃa el sofoco, la brasa que alumbra los juncales,
el mamoncillo en la piel de un rÃo mal entrado,
el costillar juvenil con las bandas fúnebres del tafetán.
Despertaba, saltaba a otra orquesta, como en un trapecio.
Entre su amanecer y el sueño, la orquesta como un majá.
Lo que él dice está escrito en una columna que suena.
La columna que cada hombre lleva para pescar al rÃo.
Ay, la médula con un relámpago aljofarado, también aljamiado.
Cuando se apaga una orquesta, ya llega el costillar de refuerzo.
Él da la clave para la otra pirámide de sonidos.
En lo alto de un guineo, un faisán. Una estrella
en la esquina de un pañuelo regalado por la querida de White.
El dragón, el bombÃn gritan las baldosas ahogadas,
que como un mortero restriega la crea pinareña.
El cornetÃn pone a galopar las abejitas piruleras,
se derriten cuando el oboe las toca con su punta de pella.
El fiestero, quinceabrileño de terror, descorrió las sábanas,
lo suda la trinchante corchea, loba de espuma.
Como cuando en el terraplén de la playa seguÃa una gaviota.
SalÃa del sueño y el pitazo  de hulla lo balanceaba sobre el mar.
El trompo que lo azucara, es el que lo remoja,
todavÃa está incongruente para llevar su columna al rÃo.
Mira el anca y se confunde con el anca del caballo.
El anca de las ranas lo interroga como al rey vegetal.
Lo cogen de la mano para llevarlo a la tromba orquestal,
pero llora. La tromba es un témpano donde el niño tira del rabo
de la salamandra plutónica, después le tapa
los ojos con piedras de rÃo, con piedra agujereada.
Mira, mira, y lo barrena un traspiés;
toca, toca y un antruejo lo embucha de agua.
Gruñe como un pescozón recibido en la sangrÃa del espejo,
cuando va a pegar, una carcajada lo maniata con su tirabuzón.
Como una candela que se lleva en un coche,
Valenzuela restablece los números mojados.
Un antifaz alado ahora lo transporta a las lágrimas compostelanas,
y con el ritmo, que le imponen oscuro, le quita piedras a la sangre.
Va descubriendo los ojos que se adormecen para él
la piel que suda para romper lo áspero del lagarto
que mira desde las piedras un siglo caÃdo del planeta.
El lagarto que separa las piedras pisadas por un caballo con tétano.
El coche con la candela avivó el almohadón marmóreo,
después la mano que lo llevó del remolino a la nube.
Salió del sueño al remolino, del remolino al rÃo,
donde la nutria del rey lavó los pañales egipcios.
Los números mojados no es alusión al impar pitagórico,
sino que corrieron a un portal al llegar la mojadita.
Cuando pisoteó el antifaz, era el final del rÃo.
Sangraba desnuda en un caballo de circo.
Le prestó el caballo un cayado de maÃz y erizo,
el caballo lo empujaba con sus patas, como una bandurria
rota es el comienzo del domingo del payaso,
verde y negro, cerámica china, historiada por el equilibrista.
Aquà el hombre antes de morir no tenÃa que ejercitarse en la música,
ni las sombras aconsejar el ritmo al bajar al infierno.
El germen traÃa ya las medidas de la brisa,
y las sombras huÃan, el número era relatado por la luz.
La madrugada abrillantaba el tafetán de la levita de Valenzuela.
La pareja estaba ahora dentro del coche que regalaba los avisos pitagóricos,
la candela también dentro del coche nadaba  las ondulaciones del sueño,
regidas por el tricornio cortés de la flauta habanera.
La pareja reinaba en lo sobrenatural naturalizante,
habÃan surgido del sueño y permanecÃan en la Orplid del reconocimiento.
Colillas, hojas muertas, salivazos, plumones, son el caudal.
Si en el caudal ponÃan un dedo inflado el vientre de la mojadita.
Después de cuatro estaciones, ya no iban a la prueba del remolino.
El salón de baile formaba parte de lo sobrenatural  que se deriva.
Bailar es encontrar la unidad que forman los vivientes y los muertos.
El que más danza, juega al ajedrez con el rubio Radamanto.
En la espalda del oso estelar la constelación de gaiteros,
pero la flauta habanera abreviaba los lazos de tafetán.
Es el mismo coche, dentro un mulato noble.
Saluda largamente, en el incendio, a la cornisa que se deshiela.
De: Dador
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