En la imponente nave
        del templo bizantino,
vi la gótica tumba, a la indecisa
luz que temblaba en los pintados vidrios.
        Las manos sobre el pecho,
        y en las manos un libro,
una mujer hermosa reposaba
sobre la urna, del cincel prodigio.
        Del cuerpo abandonado
        al dulce peso hundido,
cual si de blanda pluma y raso fuera,
se plegaba su lecho de granito.
        De la postrer sonrisa,
        el resplandor divino
guardaba el rostro, como el cielo guarda,
del sol que muere, el rayo fugitivo.
        Del cabezal de piedra,
        sentado en el filo,
dos ángeles, el dedo sobre el labio,
imponÃan silencio en el recinto.
        No parecÃa muerta;
        de los arcos macizos
parecÃa dormir en la penumbra,
y que en sueños veÃa el paraÃso.
        Me acerqué de la nave
        al ángulo sombrÃo,
como quien llega con callada planta
junto a la cuna donde duerme un niño.
        La contemplé un momento.
        Y aquel resplandor tibio,
aquel lecho de piedra que ofrecÃa,
próximo al muro, otro lugar vacÃo,
        en el alma avivaron
        la sed de lo infinito,
el ansia de esa vida de la muerte,
para la que un instante son los siglos...
* * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * *
        Cansado del combate
        en que luchando vivo,
alguna vez recuerdo con envidia
aquel rincón oscuro y escondido.
        De aquella muda y pálida
        mujer me acuerdo y digo:
“¡Oh, qué amor tan callado el de la muerte!
¡Qué sueño el del sepulcro tan tranquilo!”
De: Rimas, leyendas y narraciones
        En la imponente nave
        del templo bizantino,
vi la gótica tumba, a la indecisa
luz que temblaba en los pintados vidrios.
        Las manos sobre el pecho,
        y en las manos un libro,
una mujer hermosa reposaba
sobre la urna, del cincel prodigio.
        Del cuerpo abandonado
        al dulce peso hundido,
cual si de blanda pluma y raso fuera,
se plegaba su lecho de granito.
        De la postrer sonrisa,
        el resplandor divino
guardaba el rostro, como el cielo guarda,
del sol que muere, el rayo fugitivo.
        Del cabezal de piedra,
        sentado en el filo,
dos ángeles, el dedo sobre el labio,
imponÃan silencio en el recinto.
        No parecÃa muerta;
        de los arcos macizos
parecÃa dormir en la penumbra,
y que en sueños veÃa el paraÃso.
        Me acerqué de la nave
        al ángulo sombrÃo,
como quien llega con callada planta
junto a la cuna donde duerme un niño.
        La contemplé un momento.
        Y aquel resplandor tibio,
aquel lecho de piedra que ofrecÃa,
próximo al muro, otro lugar vacÃo,
        en el alma avivaron
        la sed de lo infinito,
el ansia de esa vida de la muerte,
para la que un instante son los siglos...
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        Cansado del combate
        en que luchando vivo,
alguna vez recuerdo con envidia
aquel rincón oscuro y escondido.
        De aquella muda y pálida
        mujer me acuerdo y digo:
“¡Oh, qué amor tan callado el de la muerte!
¡Qué sueño el del sepulcro tan tranquilo!”
De: Rimas, leyendas y narraciones
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