VenÃamos los dos, cargados, de los montes: Platero, de almoraduj; yo, de lirios amarillos.
CaÃa la tarde de abril. Todo lo que en el poniente habÃa sido cristal de oro, era luego cristal de plata, una alegorÃa, lisa y luminosa, de azucenas de cristal. Después, el vasto cielo fue cual un zafiro transparente, trocado en esmeralda. Yo volvÃa triste...
Ya en la cuesta, la torre del pueblo, coronada de refulgentes azulejos, cobraba, en el levantamiento de la hora pura, un aspecto monumental. ParecÃa, de cerca, como una Giralda vista de lejos, y mi nostalgia de ciudades, aguda con la primavera, encontraba en ella un consuelo melancólico.
Retorno... ¿Adónde? ¿De qué? ¿Para qué?
Pero los lirios que venÃan conmigo olÃan más en la frescura tibia de la noche que se entraba; olÃan con un olor más penetrante y, al mismo tiempo, más vago, que salÃa de la flor sin verse la flor, flor de olor sólo, que embriagaba el cuerpo y el alma desde la sombra solitaria.
—¡Alma mÃa, lirio en la sombra! —dije. Y pensé, de pronto, en Platero, que aunque iba debajo de mÃ, se me habÃa, como si fuera mi cuerpo, olvidado.
(XXII) De: Platero y yo
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