Pido con voz de sangre por mis ojos,
con voz de madre por mis ojos vengo,
con voz crucificada en mis temores
pido, Señor, más luz: ahora espero.
Oye bajo la hierba un soplo herido,
mi voz, Señor, llorando a ras del suelo;
escucha en el perfume de las rosas
el vaho dolorido con que ruego.
Entra más en mi entraña, y que te diga
su profunda razón el sentimiento
inabarcable en mi palabra humana;
pregunta a la raíz de mi silencio.
El aire está florido de un pregusto
de plenitud que enciende el pensamiento,
y hay un dulzor manado de las cosas
por las que tú mieleas sonriendo.
No es hora de cegar, Señor, la aurora;
que van mis alas a su primer vuelo
sobre una creación ni presentida,
y el hombre que aún no soy viene a mi encuentro.
Déjame ver, Señor; lo necesito.
No he tenido, Señor, apenas tiempo
de andar con gusto y libertad un poco
por este corazón solar que estreno.
Déjame ver el mundo a luz de amores.
Amor alza mis ojos, y al fin veo
con un sentido que no tuvo nunca
vivir mi enamorado entendimiento.
Ayer debí cegar. Tenía el gozo
ensombrecido y enlutado el verbo,
y un granizar de penas asolaba
los campos de esperanza a que amanezco.
Ayer debí cegar. Hoy es temprano;
que la gracia alza nidos en mi pecho,
y me he visto en sus ojos, Dios, y he visto.
Mas si ha de ser, sea en sus brazos ciego.
De: Defensa del hombre
|