Frederique, entre cúpulas recordarás que, siempre
de noche, en las brumosas cuchillas de los páramos,
se saludan los buses, y el viajero contempla
desde el vertiginoso corredor de la fonda
alborear la llanura inclinada. Con sus nieblas,
sobre el mar estas vagas alusiones te envío,
como cae, precisa, morada y silenciosa,
la húmeda flor de mayo junto a las torres rojas.
Humilde, habrá en las cosas que nombro sin concierto
una fracción de patria. La sombra temblorosa
de un viento de palomas sobre el héroe de bronce
o entre las dos montañas que oscurecen
la querida ciudad luminosa en el valle,
cuando, invisibles ya, los yarumos de plata
son pasado. Y tal vez avivarán memorias
en ti, tardes enormes y secretas (son ciertas
las vidas de tu vida), tardes que acaso invoquen
elocuentes, el fango torrencial de los ríos,
o el saber que un amigo callado ha descendido
del auto en un recodo, para besar la tierra,
porque abajo asomaron los llanos infinitos.
Lo sé. Ni aun los idiomas del insomnio o la fiebre
dirán del todo aquellas barriadas presurosas
que llenan las ventanas del tren ni los ceibales
que sostienen la red compleja de los cielos,
ni las bestias que rumian entre grillos la hierba
cuando Orión va por los samanes negros.
Pero verás los rostros borrosos que a tu lado
vieron crecer sin tregua con la altura
grandes hojas prehistóricas
hacia la soledad de la cumbre invisible.
Vendrán a ti, por lentas palabras castellanas,
el sopor de los trópicos y la palma de Arturo
que devoran las nubes cegadoras del norte,
la araucaria, que bebe muerte y llanto,
los balcones de sombra donde alumbran geranios,
las trenzas de una joven, la romanza en sus labios.
Allá, a la sombra de Montaigne, recuerda
que el minucioso tiempo que socava y humilla
también te dio estos bosques grises
envueltos en su aroma,
y verdes hojas grandes como un hombre.
Te digo que recuerdes los ríos impacientes,
los cielos turbios de ese valle, y rojos,
yo, que llevo en la sangre tus lagares de otoño.
De: Hilo de arena
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