Hay un sonido, un único sonido.
El sonido de la lluvia oscura y sucia,
guiada en quejidos insomnes por el viento.
Viniéndose a chocar contra las inmensas cristaleras
del aeropuerto,
bajo la apariencia inocente
que ofrece la desmembración en cientos de gotitas aisladas,
tan pretenciosamente acaparadoras,
pero rotas.
Mientras espero su llegada
en el vuelo de las doce.
Y hay una luz.
Una luz única, blanca y elegante y traicionera
sobre los pliegues de su poderosa frente.
Sobre los párpados de sus ojos asustadizos: ojos que son.
Y ya no son. Ojos de espía. Ojos de ave.
Ojos de ausente y de infeliz.
Una luz que me avisa, me advierte y me repite en murmullos
luminosos
que ahora está aquí, aquí.
Pero que las montañas llamadas Heaven Peak y los ríos
navegables,
las carreteras sin curvas y los límites de selvas confusas
que encierran los gritos de un hombre,
la sombra del árbol que se estira,
se estira,
se estira,
y la posición del sol
que elimina cualquier posibilidad de amparo,
la frondosidad de una mirada anónima,
siempre lejana,
y la visión de un camino con las huellas recientes
de los pies descalzos de un niño salvaje
y sus uñas negras
jugando por el interior de los labios,
se oponen, a la vez y sin piedad,
a la debilidad de mis humildes brazos.
De mis humildes brazos
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