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	 Cerca del rumoroso 
cereal, de las olas 
del viento en las avenas,  
 
el olivo 
 
de volumen plateado,  
severo en su linaje,  
en su torcido  
corazón terrestre;  
las gráciles  
olivas  
pulidas  
por los dedos 
que hicieron  
la paloma  
y el caracol  
marino:  
verdes,  
innumerables,  
purísimos  
pezones  
de la naturaleza,  
y allí  
en  
los secos  
olivares 
donde 
tan sólo  
cielo azul con cigarras,  
y tierra dura  
existen, 
allí 
el prodigio, 
la cápsula 
perfecta 
de la oliva 
llenando  
con sus constelaciones el follaje:  
más tarde 
las vasijas,  
el milagro,  
el aceite.  
 
Yo amo  
las patrias del aceite,  
los olivares  
de Chacabuco, en Chile,  
en las mañanas 
las plumas de platino 
forestales  
contra las arrugadas  
cordilleras  
en Anacapri, arriba,  
sobre la luz tirrena,  
la desesperación de los olivos,  
en el mapa de Europa,  
España,  
cesta negra de aceitunas  
espolvoreada por los azahares  
como una ráfaga marina.  
 
Aceite,  
recóndita y suprema 
condición de la olla, 
pedestal de perdices,  
llave celeste de la mayonesa,  
suave y sabroso  
sobre las lechugas  
y sobrenatural en el infierno 
de los arzobispales pejerreyes.  
Aceite, en nuestra voz, en  
nuestro coro,  
con  
íntima  
suavidad poderosa 
cantas;  
eres idioma castellano:  
hay sílabas de aceite,  
hay palabras  
útiles y olorosas  
como tu fragante materia.  
No sólo canta el vino,  
también canta el aceite,  
vive en nosotros con su luz madura  
y entre los bienes de la tierra  
aparto,  
aceite,  
tu inagotable paz, tu esencia verde,  
tu colmado tesoro  
que desciende  
desde los manantiales del olivo.  
 
 
 
De: Nuevas odas elementales, 1956 
 
 
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