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	 Oídos con el alma, 
pasos mentales más que sombras, 
sombras del pensamiento más que pasos, 
por el camino de ecos 
que la memoria inventa y borra: 
sin caminar caminan 
sobre este ahora, puente 
tendido entre una letra y otra. 
Como llovizna sobre brasas 
dentro de mí los pasos pasan 
hacia lugares que se vuelven aire. 
Nombres: en una pausa 
desaparecen, entre dos palabras. 
El sol camina sobre los escombros 
de lo que digo, el sol arrasa los parajes 
confusamente apenas 
amaneciendo en esta página, 
el sol abre mi frente, 
                                         balcón al voladero 
dentro de mí. 
 
                               Me alejo de mí mismo, 
sigo los titubeos de esta frase, 
senda de piedras y de cabras. 
Relumbran las palabras en la sombra. 
Y la negra marea de las sílabas 
cubre el papel y entierra 
sus raíces de tinta 
en el subsuelo del lenguaje. 
Desde mi frente salgo a un mediodía 
del tamaño del tiempo. 
El asalto de siglos del baniano 
contra la vertical paciencia de la tapia 
es menos largo que esta momentánea 
bifurcación del pensamiento 
entre lo presentido y lo sentido. 
Ni allá ni aquí: por esa linde 
de duda, transitada 
sólo por espejeos y vislumbres, 
donde el lenguaje se desdice, 
voy al encuentro de mí mismo.  
La hora es bola de cristal. 
Entro en un patio abandonado: 
aparición de un fresno. 
Verdes exclamaciones 
del viento entre las ramas. 
Del otro lado está el vacío. 
Patio inconcluso, amenazado 
por la escritura y sus incertidumbres. 
Ando entre las imágenes de un ojo 
desmemoriado. Soy una de sus imágenes. 
El fresno, sinuosa llama líquida, 
es un rumor que se levanta 
hasta volverse torre hablante. 
Jardín ya matorral: su fiebre inventa bichos 
que luego copian las mitologías. 
Adobes, cal y tiempo: 
entre ser y no ser los pardos muros. 
Infinitesimales prodigios en sus grietas: 
el hongo duende, vegetal Mirídates, 
la lagartija y sus exhalaciones. 
Estoy dentro del ojo: el pozo 
donde desde el principio un niño 
está cayendo, el pozo donde cuento 
lo que tardo en caer desde el principio, 
el pozo de la cuenta de mi cuento 
por donde sube el agua y baja 
mi sombra. 
 
                               El patio, el muro, el fresno, el pozo 
en una claridad en forma de laguna 
se desvanecen. Crece en sus orillas 
una vegetación de transparencias. 
Rima feliz de montes y edificios, 
se desdobla el paisaje en el abstracto 
espejo de la arquitectura. 
Apenas dibujada, 
suerte de coma horizontal (Ï) 
entre el cielo y la tierra, 
una piragua solitaria. 
Las olas hablan nahua. 
Cruza un signo volante las alturas. 
Tal vez es una fecha, conjunción de destinos: 
el haz de cañas, prefiguración del brasero. 
El pedernal, la cruz, esas llaves de sangre 
¿alguna vez abrieron las puertas de la muerte? 
La luz poniente se demora, 
alza sobre la alfombra simétricos incendios, 
vuelve llama quimérica 
este volumen lacre que hojeo 
(estampas: los volcanes, los cúes y, tendido, 
manto de plumas sobre el agua, 
Tenochtitlán todo empapado en sangre). 
Los libros del estante son ya brasas 
que el sol atiza con sus manos rojas. 
Se rebela el lápiz a seguir el dictado. 
En la escritura que la nombra 
se eclipsa la laguna. 
Doblo la hoja. Cuchicheos: 
me espían entre los follajes 
de las letras. 
 
                               Un charco es mi memoria. 
Lodoso espejo: ¿dónde estuve? 
Sin piedad y sin cólera mis ojos 
me miran a los ojos 
desde las aguas turbias de ese charco 
que convocan ahora mis palabras. 
No veo con los ojos: las palabras 
son mis ojos. Vivimos entre nombres; 
lo que no tiene nombre todavía 
no existe: Adán de lodo, 
No un muñeco de barro, una metáfora. 
Ver al mundo es deletrearlo. 
Espejo de palabras: ¿dónde estuve? 
Mis palabras me miran desde el charco 
de mi memoria. Brillan, 
entre enramadas de reflejos, 
nubes varadas y burbujas, 
sobre un fondo del ocre al brasilado, 
las sílabas de agua. 
Ondulación de sombras, visos, ecos, 
no escritura de signos: de rumores. 
Mis ojos tienen sed. El charco es senequista: 
el agua, aunque potable, no se bebe: se lee. 
Al sol del altiplano se evaporan los charcos. 
Queda un polvo desleal 
y unos cuantos vestigios intestados. 
¿Dónde estuve? 
  
                               Yo estoy en donde estuve: 
entre los muros indecisos 
del mismo patio de palabras. 
Abderramán, Pompeyo, Xicoténcatl, 
batallas en el Oxus o en la barda 
con Ernesto y Guillermo. La mil hojas, 
verdinegra escultura del murmullo, 
jaula del sol y la centella 
breve del chupamirto: la higuera primordial, 
capilla vegetal de rituales 
polimorfos, diversos y perversos. 
Revelaciones y abominaciones: 
el cuerpo y sus lenguajes 
entretejidos, nudo de fantasmas 
palpados por el pensamiento 
y por el tacto disipados, 
argolla de la sangre, idea fija 
en mi frente clavada. 
El deseo es señor de espectros, 
somos enredaderas de aire 
en árboles de viento, 
manto de llamas inventado 
y devorado por la llama. 
La hendedura del tronco: 
sexo, sello, pasaje serpentino 
cerrado al sol y a mis miradas, 
abierto a las hormigas. 
 
La hendedura fue pórtico 
del más allá de lo mirado y lo pensado: 
allá dentro son verdes las mareas, 
la sangre es verde, el fuego verde, 
entre las yerbas negras arden estrellas verdes: 
es la música verde de los élitros 
en la prístina noche de la higuera; 
allá dentro son ojos las yemas de los dedos, 
el tacto mira, palpan las miradas, 
los ojos oyen los olores; 
allá dentro es afuera, 
es todas partes y ninguna parte, 
las cosas son las mismas y son otras, 
encarcelado en un icosaedro 
hay un insecto tejedor de música 
y hay otro insecto que desteje 
los silogismos que la araña teje 
colgada de los hilos de la luna; 
allá dentro el espacio 
en una mano abierta y una frente 
que no piensa ideas sino formas 
que respiran, caminan, hablan, cambian 
y silenciosamente se evaporan; 
allá dentro, país de entretejidos ecos, 
se despeña la luz, lenta cascada, 
entre los labios de las grietas: 
la luz es agua, el agua tiempo diáfano 
donde los ojos lavan sus imágenes; 
allá dentro los cables del deseo 
fingen eternidades de un segundo 
que la mental corriente eléctrica 
enciende, apaga, enciende, 
resurrecciones llameantes 
del alfabeto calcinado; 
no hay escuela allá dentro, 
siempre es el mismo día, la misma noche siempre, 
no han inventado el tiempo todavía, 
no ha envejecido el sol, 
esta nieve es idéntica a la yerba, 
siempre y nunca es lo mismo, 
nunca ha llovido y llueve siempre, 
todo está siendo y nunca ha sido, 
pueblo sin nombre de las sensaciones, 
nombres que buscan cuerpo, 
impías transparencias, 
jaulas de claridad donde se anulan 
la identidad entre sus semejanzas, 
la diferencia en sus contradicciones. 
La higuera, sus falacias y su sabiduría: 
prodigios de la tierra 
fidedignos, puntuales, redundantes 
y la conversación con los espectros. 
Aprendizajes con la higuera: 
hablar con vivos y con muertos. 
También conmigo mismo. 
 
                                                   La procesión del año: 
cambios que son repeticiones. 
El paso de las horas y su peso. 
La madrugada: más que luz, un vaho 
de claridad cambiada en gotas grávidas 
sobre los vidrios y las hojas: 
el mundo se atenúa 
en esas oscilantes geometrías 
hasta volverse el filo de un reflejo. 
Brota el día, prorrumpe entre las hojas 
gira sobre sí mismo 
y de la vacuidad en que se precipita 
surge, otra vez corpóreo. 
El tiempo es luz filtrada. 
Revienta el fruto negro 
en encarnada florescencia, 
la rota rama escurre savia lechosa y acre. 
Metamorfosis de la higuera: 
si el otoño la quema, su luz la transfigura. 
Por los espacios diáfanos 
se eleva descarnada virgen negra. 
El cielo es giratorio lapizlázuli:            
viran au ralenti, sus continentes, 
insubstanciales geografías. 
Llamas entre las nieves de las nubes. 
La tarde más y más es miel quemada. 
Derrumbe silencioso de horizontes: 
la luz se precipita de las cumbres, 
la sombra se derrama por el llano. 
 
A la luz de la lámpara la noche 
ya dueña de la casa y el fantasma 
de mi abuelo ya dueño de la noche- 
yo penetraba en el silencio, 
cuerpo sin cuerpo, tiempo 
sin horas. Cada noche, 
máquinas transparentes del delirio, 
dentro de mí los libros levantaban 
arquitecturas sobre una sima edificadas. 
Las alza un soplo del espíritu, 
un parpadeo las deshace. 
Yo junté leña con los otros 
y lloré con el humo de la pira 
del domador de potros; 
vagué por la arboleda navegante 
que arrastra el Tajo turbiamente verde: 
la líquida espesura se encrespaba 
tras de la fugitiva Galatea; 
vi en racimos las sombras agolpadas 
para beber la sangre de la zanja: 
mejor quebrar terrones 
por la ración de perro del labrador avaro 
que regir las naciones pálidas de los muertos; 
tuve sed, vi demonios en el Gobi; 
en la gruta nadé con la sirena 
(y después, en el sueño purgativo, 
fendendo i drappi, e mostravamil ventre, 
quel mí svegliò col puzzo che nnuscia); 
grabé sobre mi tumba imaginaria: 
no muevas esta lápida, 
soy rico sólo en huesos; 
aquellas memorables 
pecosas peras encontradas 
en la cesta verbal de Villaurrutia; 
Carlos Garrote, eterno medio hermano, 
Dios te salve, me dijo al derribarme 
y era, por los espejos del insomnio 
repetido, yo mismo el que me hería; 
Isis y el asno Lucio; el pulpo y Nemo; 
y los libros marcados por las armas de Príapo, 
leídos en las tardes diluviales 
el cuerpo tenso, la mirada intensa. 
Nombres anclados en el golfo 
de mi frente: yo escribo porque el druida, 
bajo el rumor de sílabas del himno, 
encina bien plantada en una página, 
me dio el gajo de muérdago, el conjuro 
que hace brotar palabras de la peña. 
Los nombres acumulan sus imágenes. 
Las imágenes acumulan sus gaseosas, 
conjeturales confederaciones. 
Nubes y nubes, fantasmal galope 
de las nubes sobre las crestas 
de mi memoria. Adolescencia, 
país de nubes. 
 
                                Casa grande, 
encallada en un tiempo 
azolvado. La plaza, los árboles enormes 
donde anidaba el sol, la iglesia enana 
su torre les llegaba a las rodillas 
pero su doble lengua de metal 
a los difuntos despertaba. 
Bajo la arcada, en garbas militares, 
las cañas, lanzas verdes, 
carabinas de azúcar; 
en el portal, el tendejón magenta: 
frescor de agua en penumbra, 
ancestrales petates, luz trenzada, 
y sobre el zinc del mostrador, 
diminutos planetas desprendidos 
del árbol meridiano, 
los tejocotes y las mandarinas, 
amarillos montones de dulzura. 
Giran los años en la plaza, 
rueda de Santa Catalina, 
y no se mueven. 
 
                                         Mis palabras, 
al hablar de la casa, se agrietan. 
Cuartos y cuartos, habitados 
sólo por sus fantasmas, 
sólo por el rencor de los mayores 
habitados. Familias, 
criaderos de alacranes: 
como a los perros dan con la pitanza 
vidrio molido, nos alimentan con sus odios 
y la ambición dudosa de ser alguien. 
También me dieron pan, me dieron tiempo, 
claros en los recodos de los días, 
remansos para estar solo conmigo. 
Niño entre adultos taciturnos 
y sus terribles niñerías, 
niño por los pasillos de altas puertas, 
habitaciones con retratos, 
crepusculares cofradías de los ausentes, 
niño sobreviviente 
de los espejos sin memoria 
y su pueblo de viento: 
el tiempo y sus encarnaciones 
resuelto en simulacros de reflejos. 
En mi casa los muertos eran más que los vivos. 
Mi madre, niña de mil años, 
madre del mundo, huérfana de mí, 
abnegada, feroz, obtusa, providente, 
jilguera, perra, hormiga, jabalina, 
carta de amor con faltas de lenguaje, 
mi madre: pan que yo cortaba 
con su propio cuchillo cada día. 
Los fresnos me enseñaron, 
bajo la lluvia, la paciencia, 
a cantar cara al viento vehemente. 
Virgen somnílocua, una tía 
me enseñó a ver con los ojos cerrados, 
ver hacia dentro y a través del muro. 
Mi abuelo a sonreír en la caída 
y a repetir en los desastres: al hecho, pecho. 
(Esto que digo es tierra 
sobre tu nombre derramada: blanda te sea.) 
Del vómito a la sed, 
atado al potro del alcohol, 
mi padre iba y venía entre las llamas. 
Por los durmientes y los rieles 
de una estación de moscas y de polvo 
una tarde juntamos sus pedazos. 
Yo nunca pude hablar con él. 
Lo encuentro ahora en sueños, 
esa borrosa patria de los muertos. 
Hablamos siempre de otras cosas. 
Mientras la casa se desmoronaba 
yo crecía. Fui (soy) yerba, maleza 
entre escombros anónimos. 
 
                                                             Días 
como una frente libre, un libro abierto. 
No me multiplicaron los espejos 
codiciosos que vuelven 
cosas los hombres, número las cosas: 
ni mando ni ganancia. La santidad tampoco: 
el cielo para mí pronto fue un cielo 
deshabitado, una hermosura hueca 
y adorable. Presencia suficiente, 
cambiante: el tiempo y sus epifanías. 
No me habló dios entre las nubes: 
entre las hojas de la higuera 
me habló el cuerpo, los cuerpos de mi cuerpo. 
Encarnaciones instantáneas: 
tarde lavada por la lluvia, 
luz recién salida del agua, 
el vaho femenino de las plantas 
piel a mi piel pegada: ¡súcubo! 
como si al fin el tiempo coincidiese 
consigo mismo y yo con él, 
como si el tiempo y sus dos tiempos 
fuesen un solo tiempo 
que ya no fuese tiempo, un tiempo 
donde siempre es ahora y a todas horas siempre, 
como si yo y mi doble fuesen uno 
y yo no fuese ya. 
Granada de la hora: bebí sol, comí tiempo. 
Dedos de luz abrían los follajes. 
Zumbar de abejas en mi sangre: 
el blanco advenimiento. 
Me arrojó la descarga 
a la orilla más sola. Fui un extraño 
entre las vastas ruinas de la tarde. 
Vértigo abstracto: hablé conmigo, 
fui doble, el tiempo se rompió. 
 
Atónita en lo alto del minuto 
la carne se hace verbo y el verbo se despeña. 
Saberse desterrado en la tierra, siendo tierra, 
es saberse mortal. Secreto a voces 
y también secreto vacío, sin nada adentro: 
no hay muertos, sólo hay muerte, madre nuestra. 
Lo sabía el azteca, lo adivinaba el griego: 
el agua es fuego y en su tránsito 
nosotros somos sólo llamaradas. 
La muerte es madre de las formas
 
El sonido, bastón de ciego del sentido: 
escribo muerte y vivo en ella 
por un instante. Habito su sonido: 
es un cubo neumático de vidrio, 
vibra sobre esta página, 
desaparece entre sus ecos. 
Paisajes de palabras: 
los despueblan mis ojos al leerlos. 
No importa: los propagan mis oídos. 
Brotan allá, en las zonas indecisas 
del lenguaje, palustres poblaciones. 
Son criaturas anfibias, con palabras. 
Pasan de un elemento a otro, 
se bañan en el fuego, reposan en el aire. 
Están del otro lado. No las oigo, ¿qué dicen? 
No dicen: hablan, hablan. 
 
                                                   Salto de un cuento a otro 
por un puente colgante de once sílabas. 
Un cuerpo vivo aunque intangible el aire, 
en todas partes siempre y en ninguna. 
Duerme con los ojos abiertos, 
se acuesta entre las yerbas y amanece rocío, 
se persigue a sí mismo y habla solo en los túneles, 
es un tornillo que perfora montes, 
nadador en la mar brava del fuego 
es invisible surtidor de ayes 
levanta a pulso dos océanos, 
anda perdido por las calles 
palabra en pena en busca de sentido, 
aire que se disipa en aire. 
¿Y para qué digo todo esto? 
Para decir que en pleno mediodía 
el aire se poblaba de fantasmas, 
sol acuñado en alas, 
ingrávidas monedas, mariposas. 
Anochecer. En la terraza 
oficiaba la luna silenciaria. 
La cabeza de muerto, mensajera 
de las ánimas, la fascinante fascinada 
por las camelias y la luz eléctrica, 
sobre nuestras cabezas era un revoloteo 
de conjuros opacos. ¡Mátala! 
gritaban las mujeres 
y la quemaban como bruja. 
Después, con un suspiro feroz, se santiguaban. 
Luz esparcida, Psiquis
 
 
                                         ¿Hay mensajeros? Sí, 
cuerpo tatuado de señales 
es el espacio, el aire es invisible 
tejido de llamadas y respuestas. 
Animales y cosas se hacen lenguas, 
a través de nosotros habla consigo mismo 
el universo. Somos un fragmento 
pero cabal en su inacabamiento 
de su discurso. Solipsismo 
coherente y vacío: 
desde el principio del principio 
¿qué dice? Dice que nos dice. 
Se lo dice a sí mismo. Oh madness of discourse, 
that cause sets up with and against itself! 
 
Desde lo alto del minuto 
despeñado en la tarde plantas fanerógamas 
me descubrió la muerte. 
Y yo en la muerte descubrí al lenguaje. 
El universo habla solo 
pero los hombres hablan con los hombres: 
hay historia. Guillermo, Alfonso, Emilio: 
el corral de los juegos era historia 
y era historia jugar a morir juntos. 
La polvareda, el grito, la caída: 
algarabía, no discurso. 
En el vaivén errante de las cosas, 
por las revoluciones de las formas 
y de los tiempos arrastradas, 
cada una pelea con las otras, 
cada una se alza, ciega, contra sí misma. 
Así, según la hora cae  
desenlazada, su injusticia pagan. (Anaximandro.) 
La injusticia de ser: las cosas sufren 
unas con otras y consigo mismas 
por ser un querer más, siempre ser más que más. 
Ser tiempo es la condena, nuestra pena es la historia. 
Pero también es el lugar de prueba: 
reconocer en el borrón de sangre 
del lienzo de Verónica la cara 
del otro-siempre el otro es nuestra víctima. 
Túneles, galerías de la historia 
¿sólo la muerte es puerta de salida? 
El escape, quizás, es hacia dentro. 
Purgación del lenguaje, la historia se consume 
en la disolución de los pronombres: 
ni yo soy ni yo más sino más ser sin yo. 
En el centro del tiempo ya no hay tiempo, 
es movimiento hecho fijeza, círculo 
anulado en sus giros. 
 
                                                   Mediodía: 
llamas verdes los árboles del patio. 
Crepitación de brasas últimas 
entre la yerba: insectos obstinados. 
Sobre los prados amarillos 
claridades: los pasos de vidrio del otoño. 
Una congregación fortuita de reflejos, 
pájaro momentáneo, 
entra por la enramada de estas letras. 
El sol en mi escritura bebe sombra. 
Entre muros de piedra no: 
por la memoria levantados 
transitoria arboleda: 
luz reflexiva entre los troncos 
y la respiración del viento. 
El dios sin cuerpo, el dios sin nombre 
que llamamos con nombres  
vacíos con los nombres del vacío, 
el dios del tiempo, el dios que es tiempo, 
pasa entre los ramajes 
que escribo. Dispersión de nubes 
sobre un espejo neutro: 
en la disipación de las imágenes 
el alma es ya, vacante, espacio puro. 
En quietud se resuelve el movimiento. 
Insiste el sol, se clava 
en la corola de la hora absorta. 
Llama en el tallo de agua 
de las palabras que la dicen, 
la flor es otro sol. 
La quietud en sí misma 
se disuelve. Transcurre el tiempo 
sin transcurrir. Pasa y se queda. Acaso, 
aunque todos pasamos, no pasa ni se queda: 
hay un tercer estado. 
 
Hay un estar tercero: 
el ser sin ser, la plenitud vacía, 
hora sin horas y otros nombres 
con que se muestra y se dispersa 
en las confluencias del lenguaje 
no la presencia: su presentimiento. 
Los nombres que la nombran dicen: nada, 
palabras de dos filos, palabra entre dos huecos. 
Su casa, edificada sobre el aire 
con ladrillos de fuego y muros de agua, 
se hace y se deshace y es la misma 
desde el principio. Es dios: 
habita nombres que lo niegan. 
En las conversaciones con la higuera 
o entre los blancos del discurso, 
en la conjuración de las imágenes 
contra mis párpados cerrados 
el desvarío de las simetrías, 
los arenales del insomnio, 
el dudoso jardín de la memoria 
o en los senderos divagantes 
era el eclipse de las claridades. 
Aparecía en cada forma 
de desvanecimiento. 
 
                                                   Dios sin cuerpo, 
con lenguajes de cuerpo lo nombraban 
mis sentidos. Quise nombrarlo 
con un nombre solar, 
una palabra sin revés. 
Fatigué el cubilete y el ars combinatoria. 
Una sonaja de semillas secas 
las letras rotas de los nombres: 
hemos quebrantado a los nombres 
hemos deshonrado a los nombres. 
Ando en busca del nombre desde entonces. 
Me fui tras un murmullo de lenguajes, 
ríos entre los pedregales 
color ferrigno de estos tiempos. 
Pirámides de huesos, pudrideros verbales: 
nuestros señores son gárrulos y feroces. 
Alcé con las palabras y sus sombras 
una casa ambulante de reflejos 
torre que anda, construcción en viento. 
El tiempo y sus combinaciones: 
los años y los muertos y las sílabas, 
cuentos distintos de la misma cuenta. 
Espiral de los ecos, el poema 
es aire que se esculpe y se disipa, 
fugaz alegoría de los nombres 
verdaderos. A veces la página respira: 
los enjambres de signos, las repúblicas 
errantes de sonidos y sentidos, 
en rotación magnética se enlazan y dispersan 
sobre el papel. 
 
                                         Estoy en donde estuve: 
voy detrás del murmullo, 
pasos dentro de mí, oídos con los ojos, 
el murmullo es mental, yo soy mis pasos, 
oigo las voces que yo pienso, 
las voces que me piensan al pensarlas. 
Soy la sombra que arrojan mis palabras. 
 
 
 
México y Cambridge, Mass, 
del 9 de septiembre al 27 de diciembre de 1974. 
 
 
 
De: Pasado en claro 
 
 
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