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	 ¡Oh inteligencia, soledad en llamas,  
que todo lo concibe sin crearlos!  
Finge el calor del lodo, 
su emoción de substancia adolorida,  
el iracundo amor que lo embellece  
y lo encumbra más allá de las alas 
a donde sólo el ritmo  
de los luceros llora,  
mas no le infunde el soplo que lo pone en pie 
y permanece recreándose en sí misma,  
única en Él, inmaculada, sola en Él, 
reticencia indecible, 
amoroso temor de la materia, 
angélico egoísmo que se escapa 
como un grito de júbilo sobre la muerte  
oh inteligencia, parámo de espejos!  
helada emanación de rosas pétreas 
en la cumbre de un tiempo paralítico;  
pulso sellado;  
como una red de arterias temblorosas, 
hermético sistema de eslabones  
que apenas se apresura o se retarda 
según la intensidad de su deleite;  
abstinencia angustiosa 
que presume el dolor y no lo crea,  
que escucha ya en la estepa de sus tímpanos  
retumbar el gemido del lenguaje 
y no lo emite;  
que nada más absorbe las esencias 
y se mantiene así, rencor sañudo,  
una, exquisita, con su dios estéril, 
sin alzar entre ambos 
la sorda pesadumbre de la carne,  
sin admitir en su unidad perfecta  
el escarnio brutal de esa discordia  
que nutren vida y muerte inconciliables,  
siguiéndose una a otra  
como el día y la noche, 
y una y otra acampadas en la célula 
como en un tardo tiempo de crepúsculo,  
ay, una nada más, estéril, agria,  
con Él, conmigo, con nosotros tres;  
como el vaso y el agua, sólo una 
que reconcentra su silencio blanco 
en la orilla letal de la palabra 
y en la inminencia misma de la sangre.  
 
                              ¡ALELUYA, ALELUYA!  
 
 
 
 
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