| Era un día y una nochedesapareció engullida por las aguas.
 Las algas flotaban cenicientas
 Sobre el revuelto mar de lodo.
 De nada le sirvieron sus riquezas,
 los agujeros de cobre y estaño,
 el yacimiento eterno de ámbar,
 las minas de sal
 que le dieron el nombre.
 Aland la blanca
 yace bajo el mar en silencio.
 Tened piedad, sólo una moneda...
 En Aland se erguían orgullosos
 los palacios de los reyes de la tierra.
 Diez reyes, diez palacios,
 grandes señores pródigos y dichosos.
 Con caprichosas formas habían levantado
 enormes salas, recintos
 rebosantes de oro y de esmeraldas,
 arcos y escaleras de caracol
 con delicadas taraceas;
 el marfil pavimentaba las calles
 y con ámbar apostaban los borrachos de las tabernas.
 Una moneda, hermosa señora...
 Los sabios enseñaban en el mercado,
 las canciones sonaban tras las ventanas,
 noche y día.
 En el aire almizclado de la tarde
 las risas tras los velos de las mujeres,
 sus largas cabelleras ondulantes,
 anunciaban placeres clandestinos.
 Y los reyes, en sus palacios ribereños
 soñaban con derrotar a la muerte
 y gobernar el universo.
 Quimeras de una existencia venturosa,
 juventud, belleza, fuerza,
 un atajo fugaz a los sueños,
 onda rota en el estanque.
 Gracias, señor.
 Y miraron los dioses
 Hacia la blanca Aland de orillas y de sal
 
 Y cuencas de arena.
 Sonriendo, como niños ingenuos,
 Convocaron el sol, las nubes ardientes,
 el océano infurecido;
 desgarraron la tierra y la vida de los hombres.
 Se hundieron los palacios,
 se inició la noche perenne
 durmió la luna en el fondo de las nieblas
 partieron cargados los barcos de los muertos,
 y sólo invierno eterno, hielo perpetuo
 moró sobre la grácil ciudad de Aland.
 Únicamente un niño,
 el menor de los hijos del décimo rey
 halló piedad a los ojos de los dioses.
 Se alejó en busca de caracolas
 que blanqueaban entre la sal,
 y un paso,
 y otro,
 se adentró en el agua.
 Con las manos llenas de conchas
 se volvió hacia su ayo
 y sólo encontró fuego,
 muerte y destrucción
 (llegará el fin de la muerte,
 seremos dueños del universo,
 reinaremos con fuerza, juventud, belleza...).
 El fin del mundo.
 La tierra cedía bajo sus pies,
 giraron las estrellas y llegó la noche.
 Una moneda, señor.
 No apareció el niño. Las mujeres acuáticas,
 Encaprichadas con sus ojos, le llevaron a su reino.
 Quizás de allí regrese algún día.
 Una moneda, señor.
 No sabemos con quién hablamos
 Y tratamos con extraños aún en nuestra casa.
 Tal vez deis vuestra limosna a un rey:
 tal vez quien ahora pide poseyó la tierra.
 
 
 
 
 De:  Aland la blanca
 
 |