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	 Hacia la arena tibia se desliza 
la flor de las espumas fugitivas, 
y en su cristal navega el aire herido, 
imperceptible, desplomado, oscuro 
como paloma que de pronto niega 
de su mármol idéntico el estío 
o el miedo que en silencios se apresura 
y sólo huella fuese de un viraje, 
melancólica niebla que al oído 
dejara su tranquilo desaliento. 
Mas el aire es quien fragua, sosegado, 
la caricia sombría, el beso amargo 
que al fin fatigará el oculto aroma 
de la arena doliente, deseosa, 
ávida, estéril sombra pensativa, 
cuerpo anegado en un cansancio oscuro 
sometido al murmullo de aquel beso. 
 
Hermosa así, desnuda, ya no es 
la carne iluminada cual la flecha 
que en el viento describe lujuriosa 
el temblor que después ha de entregar; 
ni es la boca ardiente, enamorada, 
insaciable al contacto, al beso ávida 
como profundo aroma silencioso; 
ni la pasión del fuego hacia el aliento 
destruyendo lo inmóvil de la sombra 
para precipitarla en lo que ha sido, 
sino que, ya ternura del cautivo 
que sabe dónde amor le está esperando, 
quiebra su forma, pierde su albedrío 
y en un instante de candor o ala 
ahogada en un anhelo suspendido, 
como ciega tormenta despeñada 
abandónase al cuerpo que la acosa 
y a su encuentro es caricia, oscura imagen 
de rudo impulso convertido en plumas 
o tinieblas perdidas para siempre, 
y sabe cómo al fin la arena es tumba, 
frontera temblorosa donde se abren 
las flores fugitivas de la espuma, 
resueltas ya en silencio y lentitud. 
 
 
 
De: Páramo de sueños 
 
 
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