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Mirada final (Muerte y reconocimiento)





    La soledad, en que hemos abierto los ojos.
La soledad en que una mañana nos hemos despertado,
        caídos,
derribados de alguna parte, casi no pudiendo reconocernos.
Como un cuerpo que ha rodado por un terraplén
y, revuelto, con la tierra súbita, se levanta y casi no puede
        reconocerse.
Y se mira y se sacude y ve alzarse la nube de polvo que
        él no es, y ve aparecer sus miembros,
y se palpa: “Aquí yo, aquí mi brazo, y este mi cuerpo,
        y esta mi pierna, e intacta está mi cabeza”;
y todavía mareado mira arriba y ve por dónde ha rodad,
y ahora el montón de tierra que le cubriera está a sus
        pies y él emerge,
no sé si dolorido, no sé si brillando, y alza los ojos y el cielo
        se destella
con un pesaroso resplandor, y en el borde se sienta
y casi siente deseos de llorar. Y nada le duele,
pero le duele todo. Y arriba mira el camino,
y aquí la hondonada, aquí donde sentado se absorbe
y pone la cabeza en las manos; donde nadie le ve, pero
     un cielo azul apagado parece lejanamente contemplarle.

Aquí, en el borde del vivir, después de haber rodado
    toda la vida como un instante, me miro.
¿Esta tierra fuiste tú, amor de mi vida? ¿Me preguntaré
    así cuando en el fin me conozca, cuando me reconozca
    y despierte,
recién levantado de la tierra, y me tiente, y sentado en la
    la hondonada, en el fin, mire un cielo
piadosamente brillar?

    No puedo concebirte a ti, amada de mi existir, como
        sólo un tierra que se sacude al levantarse, para aca-
        bar cuando el largo rodar de la vida ha cesado.
No, polvo mío, tierra súbita que me ha acompañado todo
        el vivir.
No, materia adherida y tristísimo que una postrer mano,
        la mía misma, hubiera al fin de expulsar.
No: alma más bien en que todo yo he vivido, alma por la
        que me fue la vida posible
y desde la uqe también alzaré mis ojos finales
cuando con estos mismos ojos que son los tuyos, con los
         que mi alma contigo todo lo mira,
contemple con tus pupilas, con las solas pupilas que siento
         bajo los párpados,
en el fin el cielo piadosamente brillar.







De Historia del corazón
Biblioteca de Premios Nobel
Antología Poética
Alianza Editorial, S. A. Madrid 1977


VICENTE ALEIXANDRE




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