Diría hoy que salían de un libro prohibido.
Pero-entonces- salían sobre todo de la vida...
Altos, delgados y blancos, los dos odiaban el sol
y tenían marcas en las manos: se quemaban a sí mismos.
Fumaban cannabis y bebían anís por las mañanas.
Dormían en cuartos de pensiones. Vestían de negro.
Sabían muchas letras de rock y hablaban del cuerpo
como si fueran cirujanos o negreros...
Les gustaba el arrabal y el barrio, el argot.
Tenían fintas y modos de chavales canallas.
Eduardo, el mayor, maleante y anarquista.
Escribía poesía visionaria. Y escupía.
Decía cosas salvajes de la gente y del mundo.
Juan Ángel, el pequeño, tenía grandes ojos dulces
y una belleza malsana, criminal y blanda.
Dibujaba sueños y falos y en nada creía.
Andando pro las noches, recorriendo chigres y garitos
evocaban fantasmas, bandoleros, navajas, chulos...
Y a veces se reían y a veces se besaban ostentando.
Amarilleaban los dedos de sus manos muy largas.
Y meaban en la calle, sin pudor, pirados y agresivos.
Les teníamos envidia y lejanía: No eran libros.
Eduardo murió de sobredosis y Juan Ángel, antes,
Se marchó a Perú. No volvió. Y nunca nadie supo.
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