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En el vidrio



Después de insistir mucho,
conseguí quedarme diez minutos solo con mi madre.
Un guardia gordo, que mascaba chicle,
me llevó hasta el lugar de visitas.
Estaba ahí, de pie, con su delantal naranja.
Separados por un vidrio inmenso
nos sentamos uno frente al otro.
Ella agarró su teléfono, yo agarré el mío.
Pero su idioma era extraño y su voz débil.
Entonces se acercó al vidrio
y lo empaño con su aliento.
Con el dedo índice escribió ahí
el día y la hora en que va a resucitar.


FABIÁN CASAS




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