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La persignación

El padre estaba perdido
en un movimiento de la mano derecha
que empezaba por sofocar la frente
y bajaba
llevando la muerte al hijo en una línea recta,
también cada sensación fabricada
para sobrevivir.

El padre
estaba ausente de las manos del hijo
que lo evocaba
cuando obligado,
cruzaba el alma
intentando alguna fe desesperada.

Entonces imaginaba que dios era su padre

Si,
el debía ser un extraño dios
Por lo que explicaba su ausencia
Y la devoción de su madre.

El hijo se cortó las manos.
Envueltas en hielo
se las entregó a ella
para que pudiera hallar
la piel hervida de su frente y muerte en el
pecho
recorriendo su rabia y piel de mujer sexagenaria
en las mismas manos que hizo crecer rezando
para pagar la culpa de la ausencia.

La madre aceptó las manos del hijo.
Las sembró en su jardín de muertos sin nombre
esperando a que crezca de ellas
la rabia exacta
para matar su cuerpo
e inventarlo en el exilio.

Aprendió a beber del hielo deslizado en su piel áspera
también a defecar
entregándose sobre el pasto amarillo
que lo rechazaba
y en el que descubría su bautismo.

Sólo sabría llevar los ruidos
dentro de esa boca hambrienta
y sin dientes
tratando de tocarlos
con la lengua enferma entre labios resecos
y morados,
los mismos que poco probaron el seno de una mujer.

Y es que si pudiera hablar
diría que aprendió que su bulla
es igual al retozar de dos agujas
rozándose,
riendo,
sudando su sed
que desaparece
bebiendo del excremento seco en su piel
cuando el hielo lo roza
cae
destruye
y acaricia.

Y ha descubierto con paciencia
que lo llamo el hombre del hielo
ha descifrado en sus heridas
que habita dentro un ser
lleno de ojos
y manos amarillas
Manos que lo reinventan en cada línea de este poema
Sin saber como matarlo
Porque aún encuentran
Un poco de amor sobre el pasto seco y amarillo.






De Juzgando los exilios


CECILIA PODESTÁ




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