Variadísimas son las orejas del hombre:
largas, redondas, pegadas, separadas y orejitas.
Un pétalo húmedo es la oreja del niño
y concentradamente erógena la de la mujer.
Toda oreja guarda en su rosada cavidad
el lloroso discurrir de las lluvias,
el silbo delgado del viento y la bala,
el rozarse de los muslos de una muchacha
y el estrujarse de las hojas bajo sus pies,
y conserva también, como los caracoles
las sonoridades profundas del mar,
el hoguereante fragor de los cañones.
La oreja abre su corola de carne
y transforma en silencio la palabra amorosa,
se cierra ante el insulto proferido,
o se queda palpitante y sigilosa
ante el imperceptible esfuerzo del tallo que nace.
En la oreja rematan los cabos del organismo
por cuya cuenta y razón
la música nos llega hasta los pelos y las uñas.
La oreja, en fin, es el pabellón, el radar
del ruido de las cosas y los gritos apagados
de los hechos ya carbonizados de la historia,
de los amaneceres empapados de tambores,
de la respiración del yanqui y su ametralladora
desparramándose en millares sobre las siembras
de Vietnam.
Pero aquí llega la muerte y por arte de magia
convierte la oreja en medalla de honor.
Medalla por oreja, como si aplaudiéramos
en una corrida no de toros, sino de seres humanos.
Cada hombre posee sus dos orejas:
un guerrero vietnamés representa dos medallas.
Y el yanqui que asesine más vietnameses
lucirá más medallas en el pecho...
Condecorados, los yanquis posan ante la cámara
con orejas amarillas prendidas a la camisa.
En la cuenca del Amazonas, los jíbaros
llevan las cabezas de sus víctimas al cuello.
Y al norte del río Colorado
los yanquis presumen orejas clavadas a la solapa.
De: Poesía trunca: Poesía latinoamericana revolucionaria
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