1
Señora, acudo al papel
y a la tinta,
en tiempos en los que hablar
es manchar de saliva
el orden confuso de las cosas.
Escribo confiado a la integridad
de mis versos
y a la certeza de que el tiempo
abrumará de semejanzas
aquello que ha de ser verdad.
Escribo para ti
porque es como escribir para nadie,
que sigues siendo tú, y otros.
Me dirijo a ti
porque mi poesía no te toca
y es como si me obligara
a hablar más fuerte que a un sordo,
con más claridad que a un niño.
Pero escribo para mí
porque estoy solo, como muerto a veces,
atrapado en los papeles que otros han dejado
después de enmudecer, por hambre, en las prisiones,
las trincheras, o el feroz manicomio de una mina.
2
Imantada en los albores,
traída en herencias que aprisiona
su vientre ancestral,
la palabra ha encallado en mí
del mismo modo que la hoz
en el yunque del herrero.
Otra vez preciso decir
que no vengo ni voy a ninguna parte.
Por lesa obstinación ando en la vida;
por hambre de creer
y sueños que no siempre se han cumplido.
Porto, entre mis cosas,
papeles de mi oficio,
versos y retratos
que a veces son extraños
y, a veces, son mis hijos.
Cuerpos incendiados
que cantan inventando lechos
y otras, se desploman,
ruido de ave
que se encaja hasta en los umbrales del día.
3
Lo que me vino, con llanto y hálito de muerte,
fue el asombro
detrás de las palabras.
Roce de esperanzada piel
contra la boca
y para siempre el silencio,
cuerpo a cuerpo.
Un torpe aprendizaje de las manos
para iniciar el movimiento
interrogante de la lengua.
4
No tenemos, señora, ni siquiera esas
palabras aprendidas,
sólo gestos,
mordedura de ojos a mitad de un rostro
que pasa de largo, sin reconocernos,
a la vuelta de corales de su hazaña:
cal viva que maniata y tiende un cerco
con el áspero movimiento
de sus aplastados miembros.
5
Allí, señora, es donde uno
concluye por cerrar los párpados
e inicia su tránsfuga carrera,
brazo dilatado de fantasma infeliz
que se aposta en las esquinas del miedo,
ávido de ver que el tiempo pase
mientras otro, mitad cólera,
mitad liebre de esperanza,
escribe para nadie.
6
Así que cuando hablo
sólo la sarna,
como el olor profundo de los huesos,
halla sentido.
Palabras que se van encerrando,
mortalmente heridas,
como para quedarse una en brazos de la otra,
sin saber qué decirse, ni cómo;
cada cual al cabo de una uña de pájaro.
7
Las escribo
con toda la soberbia de aquel
que se cree ininterrumpido
a la hora en que prósperas carnicerías
izan sus banderas
y exhiben, como en sueños,
carnes que se hunden
en su sorda eternidad.
8
Yo no soy el que habla del odio.
Son esas máscaras de herramienta ajena,
vírgulas que va sacudiendo el viento,
polen sujeto entre ladrillos,
polvo que ensancha ciudades y estaciones.
Soledad que muerde sus entrañas,
desgarra sus vestidos y estalla por las calles.
Soledad que muerde herida la causa de su herida.
Soledad que deja de ser y se une a otras soledades.
9
Hay una espalda, fumarola de prisa acribillada,
que es como tu espalda;
hay calor arrebujado entre mis piernas,
en mitad del abrazo,
soledad húmeda
que es como la risa
de esa gente que va, viene como puente,
que no sabe que se ha de morir:
Vietnam a diario.
10
Toda la noche hemos bailado, bebido ron.
Nos hemos agredido con toda la prisa y el miedo
de los cementerios.
Desenfundamos la orfandad de los sentidos,
pero no llegamos con los besos y caricias
a ninguna parte,
porque para llegar aquí
hemos tenido que cruzar
aledaños de cólera,
insurgencias de olores y metal que no dejan seguir,
ser como uno quisiera,
sin otra cicatriz que no sea la del amor.
11
Para llegar aquí,
al centro de la magia
donde la ciudad, retorcido alambre,
hacina llanto
en el fósforo creciente
de esa humanidad que atesta pasillos de hospitales;
enfermiza flora que bebe
en la memoria de alguien,
la mía, tal vez,
que sólo salgo a cantar...
12
Toda la noche, señora, hemos bailado.
Uncidos los cuerpos
a una ráfaga de exacerbadas crines,
llegamos, agotados por los gestos,
al día en que el verbo, hedor insoportable,
anega páginas, una vez más con las noticias.
13
Palabras, señora,
palabras repetidas al calor de los cuerpos,
ni siquiera ésas,
porque toda la noche hemos callado
frente a un rostro
que no tiene nada,
que todavía no, señora, es
sino iniciado amor,
algo que nos toma de las manos
para arrastrarse a un fondo de entretejida hermandad.
14
No podemos hablar.
El ruido del viento
horadando las puertas,
su modulación tan alta
filtrándose por instantes
en el azul recóndito del hielo,
edifican, a costa de los labios,
haces de ruidos para que seamos otros
y no esas cárceles de sueño
cobijando crímenes
bajo una cáscara quebradiza del amor.
No podremos hablar.
15
Por ejemplo,
yo que ya tengo
la espalda rota, gimo
abrasado en vanos de deseo,
y más al fondo sudo,
apesto a muertos.
Tú estás arrebujada de mi lado,
casi garganta cortada en un florero:
No podremos hablar.
No podremos tocarnos labio a labio.
Un diente de odio nos separa;
un machete, una piedra,
un cadáver inmenso que fulgura.
Oigo las frases que debimos decir:
nadie escucha.
Y es un cencerro adormilado el de las horas.
16
Oído en el insomnio vengo y voy:
Nada ha cambiado.
Esos muros, si acaso, más ennegrecidos.
Hay vómitos interminables en las grandes avenidas,
el humo pestilente de las carnes
en llamas se cuela
y en la tráquea asfixiada de los parques
aparejan, jóvenes, las moscas.
17
Dicen que muchos
ya se sueñan heridos o muertos,
rodeados por tropas de mármol y vidrio,
caídos en piedras calientes y frías,
un atrio de espaldas
y, en lo alto, una bandera
que se instala en los ojos,
que ondea inerme, cansada,
su nombre de larga vocal
embaldosando el llanto,
y más negros, más furia, más hambre
los dedos, la escuela, los muros...
De: Horas ciegas, 1988
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