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José Emilio Pacheco    
    Editora del fonograma:    
    Voz Viva de México. UNAM    
por José Emilio Pacheco    

    Este poema forma parte del acervo de la audiovideoteca
    de Palabra Virtual

Indagación en torno del murciélago


Los murciélagos no saben una palabra de su prestigio literario.
Con respecto a la sangre, les gusta la indefensa de las vacas, útiles
   señoronas incapaces de fraguar un collar de ajos, una estaca en
   el pecho, un crucifijo;
pues tan sólo responden a la broma sangrienta, al beso impuro
   (trasmisor de la rabia y el derrengue, capaz de  aniquilar  al
   matriarcado)
mediante algún pasivo coletazo que ya no asusta ni siquiera a los
   tábanos.
Venganza por venganza, los dueños del ganado se divierten
   crucificando al bebedor como si fuera una huraña mariposa
   excesiva.
El murciélago acepta su martirio y sacraliza el acto de fumar el
   cigarrito que indecorosamente cuelgan de su hocico, y en vano
   trata de hacer creer a sus perseguidores que han mojado sus
   labios con vinagre.

Oí opinar con suficiencia que el murciélago es un ratón alado,
   un deforme, un monstruito, un mosquito aberrante, como aquellas
   hormigas un poco anómalas que rompen a volar cuando vienen
   las lluvias.
Algo sé de vampiros, aunque ignoro todo to referente a los
   murciélagos (la pereza me impide comprobar su renombre en
   cualquier diccionario).

Obviamente mamífero, me gusta imaginarlo como un reptil neolítico
   hechizado,
detenido en el tránsito de las escamas a1 plumaje,
en su ya inútil voluntad de convertirse en ave.

Por supuesto es un ángel caído y ha prestado sus alas y su traje
   (de carnaval) a todos los demonios.
Cegatón, niega al sol y la melancolía es el rasgo que define su
   espíritu.
Arramacimado habita las cavernas y de antiguo conoce los deleites
   e infiernos de las masas.

Es probable que sufra de aquel mal llamado por los teólogos acidia
—pues tanto ocio engendra hasta el nihilismo y no parece ilógico
   que gaste sus mañanas meditando en la profunda vacuidad del
   mundo,
espumando su cólera, su rabia ante lo que hemos hecho del
   murciélago.
Ermitaño perpetuo, vive y muere de pie y hace de cada cueva su
   tebaida.
El hombre lo confina en el mal y lo detesta porque comparte la
   fealdad viscosa, el egoísmo, el vampirismo humano; recuerda
   nuestro origen cavernario y tiene una espantosa sed de sangre.
Y odia la luz
que sin embargo un día
hará que arda en cenizas la caverna.



De: No me preguntes cómo pasa el tiempo (1964-1968)



JOSÉ EMILIO PACHECO






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