Los pobres tipos nacen (o se hacen, da lo mismo) con estigmas:
jorobas invisibles, patas de palo, ojos de vidrio, prótesis
de caderas, gorgueras de fracturas cervicales, sarcomas, sífilis
lepra (los más antiguos) Sida.
Deben matarse, noche y día, para construir como ingenieros
castillos o casas económicas, como arquitectos castillos
casas económicas, como entomólogos reconocer
cuál es Gregorio Samsa y cuál la cucaracha
cuál la araña y cuál la abeja reina
cuál la Reina de Saba y cuál la del Streep-tease.
Como ciudadanos deben votar y analizar políticas y leer
periódicos y revistas sobre economía y el libre mercado
sobre banqueros o emperadores
o sobre niños deshollinadores o mineritos tísicos
o sobre la prostitución con su apogeo y su ruina
o sobre la guerra termonuclear y el oficio del poeta
o sobre green-peace y los cargueros con desechos atómicos
o sobre la fe y la existencia del alma
sobre el cisma de calvinistas o herejías albigenses.
Los pobres tipos nacen y tienen que redactar como los niños
malos en la escuela perversa cien mil veces no debo mentir
y debo ser un niño bueno
y entonces con sus plumas afiladas de ganso o con
sus máquinas de escribir Underwood o con sus computadoras
portátiles, hambrientos y cansados
de escribir estupideces para los jornales, con los pies
más doloridos que el alma, con la cabeza perforada por una
serie interminable de realidades o ecuménides,
escriben poemas. ESCRIBEN POEMAS.
Aunque Lope deba de ser el secretario íntimo del Duque de Sessa
ese imbécil con blasones y redactarle sus cartas amorosas
y enviarle lastimeros billetitos reclamándole unos
pocos doblones, llamándole: Mi señor...
Aunque Dosto se entrampe con su editor Stellovski y deba
dictar en 29 días El jugador; retrato de su
pasión por las ruletas de Ruletemburg.
Aunque Baudelaire ametralle a misivas a Carolina Archimbaut-Dufays
su madre, viuda, que ha vuelto a casarse con el militar Aupick,
y entre desesperaciones de dandy alcohólico y bebedor de láudano, reproches hamletianos e ironías, pide, como un polluelo,
la remesa de frascos que salvarán algunos días de su sombrío mundo; aunque Dylan Thomas delire su alcohol de cebada y su lirismo
y multiplique sus cartas a Trevor Hughes, a John Davenport y finalmente a Mrs. Stevenson, filtrándoles entre airosas aventuras
y luminosas frases de poesía o de sueños, los reclamos por libras
o por dólares, para poder vivir (sobrevivir) ahogándose en epifanías
y en botellas de whisky
aunque Rubén Darío no necesitó que alguien le señalase que
debía torcerle el cuello al cisne, pues bien lo había aprendido
en el eterno fraude de Mundial y congresos panamericanos y
secretarios como Rafles o Fantomas, y mujeres como valvas rosadas
y litros de licor para poder abrir los ojos, y pesos o águilas
o dólares o centauros para cabalgar sus pesadillas.
Y si no me has entendido, lo siento mucho porque no puedo
decirte nada más.
Y qué? ¿No aceptarías entre los poetas a Dosto?
Ah, vas a hacerme un llamado de atención moralizante por estos
tipos y sus negras vidas?
Pero: ¿no fuiste tú que te regocijaste (regocijo del alma, claro está)
con la Balada de las nieves de antaño de Villon;
balada que leíste en tu cuarto de estudio, con la estufa y el té,
en la noche de invierno, mientras de la cocina
el alma de la buena comida venía por el aire?
Pero, de veras: ¿objetas que esté Dosto?
De: El mirlo y la misa
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