¡Siempre en la cuerda floja,
mi pequeño burgués!
Oscilas a la diestra,
oscilas a la izquierda:
“¡Me tiro, no me tiro…!
¡A la una, a las dos, a las tres!”
Y sigues en la cuerda floja, ex barón
— descontento y satisfecho —
del ochenta y tres, treinta y tres!
Te sacan el sollate,
como al ganapán más hambriento y miserable,
mi pequeño pingüino-burgués.
Y tú, como si nada,
metido en el corset de tu importancia,
amarrado al buró papelero y mohoso,
al antro leguleyo de un letrado más gordo,
a un pliego de papel ferroprusiato,
a tu maletín de matasano,
a unas cuartillas de dudoso blanco
o a la silla del sapiente profesor,
cuando no a un encantado mostrador;
con el cabello rezumando grasa
y tu camisa de liquidación
y tu apéame-uno de dril 99
(¡qué cuidado precisa cuando llueve!)
ocultando zurcidos y remiendos
(¿cuándo mejorará la situación?)
sigues impertérrito,
—¿sordo, ciego, bobo, descuidado o terco?—
sueña que te sueña
con unas cuantas voces extranjeras
que terminan en club,
que tú pronuncias clob,
la cuña, las carreras, Montmartre, Nueva York…
Y mientras tanto te contentas
con los ilustres y las academias
y una tandita de las nueve y media,
y el peralta
y la compuesta que raspa la garganta
y el sube-y-baja del café,
donde discutes, más que de política,
de la legión de carnes que conquistas,
mi pequeño juanito-burgués.
Y si eres intelectual, ¿quién te soporta?
¡Cómo te esfuerzas y filosofas
para justificar la cuerda floja,
mi pequeño sofista-burgués!
¡No te des tanta lija,
mi pequeño burgués!
¿Cómo se explica
que a ti te quede aceite todavía,
para engrasar los goznes
de tu espinazo dócil,
reajustado pequeño burgués?
Alma de cuello duro,
escalera de manos,
ponte en los sesos tus lentes de carey,
y mira a la derecha, y otea bien hacia la izquierda,
para ver si por fin te arrojas
de la peligrosa cuerda floja,
pobrecito pequeño burgués.
De: Poesía y prosa
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