Hoy buscamos las ruinas de la cárcel de Sócrates
en las lindes del Ágora y pensamos en la posibilidad de recuperar
esas viejas imágenes
con extrañas máquinas para rastrear en los ayeres de la luz.
Entretanto, el sol plateaba el Egeo,
una mujer tendía la ropa mojada en una azotea
sin presentir el barco que a esa hora
a unos cuantos kilómetros de distancia
giraba lentamente por la bahía,
pequeño en lo profundo, como el barco
que un niño suelta sobre un estanque que ondula.
Pero desde la altura
la mujer y la nave eran la misma imagen
en nuestros ojos, regocijados en la tranquila contemplación,
y entre los dos vivía, atronadora la ciudad,
con leguas de casa blancas y tejas soleadas,
con bruscas callecitas que azulaban los buses sucesivos
y colinas de pinos que no diezma el otoño,
y ese arte de Dios, lleno de personas sin nombre,
sin ayer ni mañana en nuestras almas,
que cruzan y se pierden por las encrucijadas del día.
Después, en el Museo,
vimos el Poseidón de bronce que esgrime desde siempre su tridente invisible.
Es bello imaginar que ese titán perfecto
es el que emerge entre las olas de Virgilio
y envía hacia los montes la legión asustada de los vientos.
Ya es de noche en Atenas.
La lengua griega, insomne, bordea los surtidores rojizos
y estos campos antiguos soportan, sosegados,
todo ese mar de historia que ha vertido sobre ellos el tiempo...
La inmóvil legión de los efebos desnudos,
las losas funerarias, las ánforas pintadas,
los jóvenes caballos eternos que relinchan y saltan
en las salas oscuras,
los templos de Bizancio, los patriarcas barbados
y tantos hombres ciegos en los pasillos y en las calles
que son Edipo y cuya historia, aunque lo ignoran,
ya fue escrita en el verso.
Sentimos el rumor de las hojas quemadas del otoño
y vemos, como Heráclito, las hojas del acanto que caen
desde los capiteles de mármol.
A la sombra de sus guerreros y sus sabios,
bellos varones que cantaron su victoria y su ruina,
enciende la ciudad sobre las colinas, miríadas de luces
y resplandece el mar bajo navíos de leyenda
que van hacia otras islas,
mientras sonríen desde el fondo del tiempo
los poderosos dioses y las blancas esfinges.
De: Hilo de arena
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