SILVA III
Distaba de los polos igualmente
la máscara del sol, y Cinosura,
primera cuadrilátera figura,
con la estrella luciente
que mira el navegante,
bordaba la celeste arquitectura;
velaba todo amante
por el silencio de la noche obscura,
y el indiano clima el sol ardía,
en dos mitades dividido el día,
cuando, gallardo, Micifuf valiente
paseaba el tejado de su dama,
que sangrada en la cama
la tuvo el accidente
dos días, que faltó sol al tejado
y estuvo la cocina sin cuidado,
no por la altura de los siete suelos,
mas por el sobresalto de los celos.
Iba galán y bravo:
un cucharón sin cabo,
destos de hierro de sacar buñuelos,
por casco en la cabeza,
que en ella tienen la mayor flaqueza,
pues no suelen morir de siete heridas,
(por quien dicen que tienen siete vidas),
y un golpe en la cabeza los atonta:
así la tienen a desmayos pronta;
broquel de cobertera,
espada de a caballo, que antes era
cuchillo viejo de limpiar zapatos,
que él solía llamar timebunt gatos;
y por las manchas de los pies y el anca
natural media blanca,
y capa de un bonete colorado
abierto por un lado;
plumas de un pardo gorrión, cogido
por ligereza, pero no por arte.
Así rondaba el nuevo Durandarte
galán favorecido,
porque son los favores de la dama
guarnición de las galas de quien ama.
Dos músicos traían instrumentos,
a cuyo son y acentos
cantaban dulcemente;
y así, llegando del balcón enfrente
de Zapaquilda bella,
cantaron un romance, que por ella
compuso Micifuf, poeta al uso,
que él tampoco entendió lo que compuso.
Mas, puesta a la ventana
con serenero de su propia lana,
hasta que Bufalía
le trujo un rocadero
que por más gravedad y fantasía
sirvió de capirote y serenero,
y en medio de lo grave
del romance süave
les dijo con despejo,
pareciéndole versos a lo viejo,
que jácara cantasen picaresca;
y así, cantaron la más nueva y fresca,
que, para que lo heroico y grave olviden,
hasta las gatas jácaras les piden:
¡tanto el mundo decrépito delira!
Aquí se resolvió la dulce lira,
y en dos lascivos ayes,
andolas, guirigayes
y otras tales bajezas,
cantaron, pues, las bárbaras proezas
y hazañas de rufianes:
que éstos son los valientes capitanes
que celebran poemas
de aquellos que, en extremas
necesidades, viven arrojados
al vulgo, como perros a leones;
que la virtud y estudios, mal premiados,
mueren por hospitales y mesones.
¡Verdes laureles de Virgilios y Enios,
perecer la virtud y los ingenios!
Mas ¿quién le mete a un nombre licenciado
más que en hablar de sólo su tejado?
Que no le vio la escuela más licencia;
que es todo lo demás impertinencia.
Cuando aquesto pasaba,
Marramaquiz estaba
inquieto y acostado,
treguas pidiendo a su mortal cuidado;
pero como el amor le desvelaba
dio, de sentido falto,
desde la cama un salto,
compuesta de pellejos,
otro tiempo conejos,
que en el Pardo vivían
y en la cola sus cédulas traían
para seguridad de sus personas;
mas, ¡ay, muerte cruel! ¿a quién perdonas?
Saltó, en efecto, como el conde Claros,
y armándose de ofensas y reparos
vino de ronda al puesto por la posta,
por ver si había moros en la costa,
y no siendo ilusión el pensamiento,
que del alma el primero movimiento
pocas veces engaña.
No suele débil caña
en las espadas verdes esparcidas
del aire sacudidas,
hacer manso rüido
con más veloz sonido,
como rugió los dientes;
ni entre los accidentes
del erizado frío
al enfermo sucede
aquel ardor contrario,
como de ver tan loco desvarío,
que apenas le concede,
entre uno y otro pensamiento vario
respiración y aliento,
de la vida instrumento,
helado y abrasado
entre ardores y hielos;
que al frío de los celos
frígido fuego sucedió mezclado,
que con distinto efeto,
en un mismo sujeto
viven, siendo contrarios:
la causa es una y los efectos, varios.
Miraba a Zapaquilda en la ventana
hablando con su amante,
sin miedo de la luz de la mañana
que coronaba el último diamante
del manto de la noche, que iba huyendo,
y cantando y tañendo
los músicos, con tanto desenfado
como si fuera su tejado el Prado;
que nunca los amantes
previnieron peligros semejantes:
así los embeleca
Amor, de Ceca en Meca,
como, olvidado Antonio con Cleopatra,
la gitana de Menfis que idolatra,
que, ciego de su gusto, no temía
el César, que siguiéndole venía;
porque si fue romano Octavïano,
también Marramaquiz era romano;
y si valiente César y prudente,
no menos fue prudente que valiente;
que en su tanto, los méritos mirados,
César pudiera ser de los tejados.
Como, detrás del árbol escondido
mira y advierte con atento oído
el cazador de pájaros el ramo
donde tiene la liga y el reclamo,
para en viendo caer al inocente
jilguero, que los dulces silbos siente
del amigo traidor, que le convida
a dura cárcel con la voz fingida;
y apenas dve las plumas revolando
entre la liga, cuando
arremete y le quita, no piadoso
sino fiero y crüel; así el celoso
Marramaquiz atento
esperaba el primero movimiento
del venturoso amante, que decía
con dulce mirlamiento:
Dulce señora mía,
¿cuándo será de nuestra boda el día?
¿Cuándo querrá mi suerte, que yo pueda
llamaros dulce esposa,
que entonces para mí será dichosa?
¡Ay, tanto bien el cielo me conceda!
Mas fue nuestra fortuna
que Júpiter jamás por ninfa alguna,
(aunque se transformaba
en buey que el mar pasaba,
en sátiro y en águila y en pato)
nunca le vieron transformarse en gato;
por si alguna vez gatiquisiera,
de los amantes gatos se doliera.
Con voz enamorada,
doliente y desmayada,
la gata respondía:
Mañana fuera el día
de nuestra alegre boda,
pero todo mi bien desacomoda
aquel infame gato fementido,
Marramaquiz, celoso de mi olvido,
que en llegando a saber mi casamiento
hubiera temerario arañamiento,
y estimar vuestra vida
me tiene temerosa y encogida;
que es robusto y valiente,
y, en materia de celos, impaciente.
Mejor será matadle con veneno.
Aquí, de furia lleno,
respondió Micifuf: ¿Por un villano
pierdo el favor de vuestra hermosa mano?
¿Él, señora, lo estorba?
¿Es, por ventura más que yo valiente?
¿Tiene la uña corva
más dura que la mía,
o más agudo y penetrante el diente?
Entre la mostachosa artillería,
¿qué hueso de la pierna o espinazo
se me resiste a mí? ¿qué fuerte brazo?
¿Yo no soy Micifuf? ¿Yo no desciendo
por línea recta, que probar pretendo,
de Zapirón, el gato blanco y rubio
que después de las aguas del diluvio
fue padre universal de todo gato?
Pues, ¿cómo agora, con desdén ingrato
tenéis temor de un maullador gallina,
valiente en la cocina,
cobarde en la campaña
y referir por invencible hazaña
dar a Garraf, un gato, mi escudero,
(que fuera de ser gato forastero
es agora tan mozo
que apenas tiene bozo),
una guantada con las uñas cinco,
si de repente dio sobre él un brinco?
¡Qué Cipïón del africano estrago!
¡Qué Aníbal de Cartago!
¡Qué fuerte Pero Vázquez Escamilla,
el bravo de Sevilla!
Por esos ojos que a la verde falda
de las selvas hurtaron la esmeralda,
que si entonces me hallara en el tejado
que no llevara, como se ha llevado,
el queso y el relleno.
Y ¿queréis que le mate con veneno?
Ésa es muerte de príncipes y reyes,
con quien no valen las humanas leyes,
no para un gato bárbaro, cobarde
cuyas orejas os traeré esta tarde,
y de cuyo pellejo
si no me huye con mejor consejo,
haré, para comer con más gobierno,
una ropa de martas este invierno.
Aquí Marramaquiz, desatinado,
cual suele arremeter el jarameño
toro feroz, de media luna armado,
al caballero, con airado ceño,
andaluz o extremeño,
que la patria jamás pregunta el toro,
y por la franja del bordado de oro
caparazón, meterle en la barriga
dos palmos de madera de tinteros,
acudiendo al socorro caballeros
a quien la sangre o la razón obliga,
al caballo inocente, que pensaba
cuando le vio venir, que se burlaba.
Gallina Micifuf dijo furioso,
el hocico limpiándose espumoso,
blasonar en ausencia
no tiene de mujeres diferencia.
Yo soy Marramaquiz, yo noble al doble
de todo gato de ascendiente noble:
si tú de Zapirón, yo de Balandro,
gato del macedón Magno Alejandro,
desciendo, como tengo en pergamino
pintado de colores y oro fino;
por armas un morcón y un pie de puerco
de Zamora ganados en el cerco,
todo en campo de golas,
sangriento más que rojas amapolas,
con un cuartel de quesos asaderos,
roeles en Castilla los primeros.
No fueron en cocinas mis hazañas
sino en galeras, naves y campañas;
no con Garraf, tu paje,
con gatos moros, las mejores lanzas;
que yo maté en Granada a Tragapanzas,
gatazo abencerraje,
y cuerpo a cuerpo, en Córdoba, a Murcifo,
gato que fue del regidor Rengifo;
y de dos uñaradas
deshice a Golosillo las quijadas,
por gusto de una miza, mi respeto;
y le quité una oreja a Boquifleto,
gato de un albañil de Salobreña;
la cola en Fuentidueña
quité de un estirón a Lameplatos,
mesonero de gatos;
sin otras cuchilladas que he tenido,
y la que di a Garrido,
que del Corral de los Naranjos era
por la espada primera,
único gaticida.
Pero es hablar de cosa tan sabida
decir que el tiempo vuela y no se para,
que no hay cara más fea que la cara
de la necesidad, y la más bella
aquella que al nacer con buena estrella,
que alumbra al sol, y que la nieve enfría,
que es oscura la noche y claro el día.
Esa gata crüel, que me ha dejado
por tu poco valor, verá muy presto,
siendo aqueste tejado
el teatro funesto
cómo te doy la muerte que mereces
porque mi vida a Zapaquilda ofreces,
llevando tu cabeza presentada,
a Micilda, que es ya mi prenda amada,
Micilda, que es más bella
que al vespertino sol cándida estrella
Venus que rutilante,
es de su anillo espléndido diamante.
Esta sí que merece la fe mía,
mi constancia, mi amor, mi bizarría;
que no gatas mudables,
que si por su hermosura son amables,
son por su condición aborrecibles,
amigas de mudanzas e imposibles.
Aquí sacó la espada ruginosa
de la vaina mohosa,
y a los golpes primeros
se llamaron fulleros,
si bien no hay deshonor desenvainada;
y Zapaquilda, huyendo,
del súbito temor de la sangre helada,
dejóse el serenero en el tejado.
Los músicos, en viendo
el belicoso duelo comenzado,
huyeron, como suelen,
que no hay garzas que vuelen
tan altas por los vientos;
dicen que por guardar los instrumentos,
y mil razones tienen,
pues que sólo a cantar en ellos vienen;
que mal cantara un hombre si supiera
que había luego de sacar la espada,
que tanto el pecho altera,
ni pudiera formar la voz, turbada;
que hay mucha diferencia, si se mira,
en dar en los broqueles, o en las cuerdas,
pasar la espada el pecho, o por la lira
el arco, hiriendo las pegadas cerdas.
Andaba entonces Guruguz de ronda
con una escuadra vil de sus esbirros,
cuyo abuelo, nacido en Trapisonda,
curaba hipocondríacos y cirros,
y viéndolos andar a la redonda
como si fueran Césares o Pirros
los dos valientes gatos,
con fuerte anhelo descansando a ratos,
llegaron a ponerse de por medio,
que fue difícil, pero fue remedio.
Mas, como respetar a la justicia
de gente principal respeto sea,
y lo contrario bárbara malicia,
luego Marramaquiz rindió la espada.
¿Quién habrá que lo crea?
Mas viendo Guruguz que no quería
que el amistad quedase confirmada,
sino permanecer en su porfía,
llevólos a la cárcel, enojado,
cuando Febo dorado
asomaba la frente
por las ventanas del rosado oriente,
como si azúcar fuera, y de colores
en campo verde iluminó las flores.
De: La gatomaquia del Licenciado Tomé de Burguillos
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