Sobre el promontorio, la casa era un cascarón macabro. Tuve miedo. La fiebre me hacía delirar un poco. Me asomé a la ventana. La medianoche tenía luna. Una alta luna, entera y sombría.
Los magnolios se ilusionaban y querían estallar sus pimpollos como balas blancas. Pero, no era tiempo aún. Huían los cipreses. La luna vibraba en los cipreses. (Y yo había visto enrojecerse el bosque en el crepúsculo, enrojecerse, y lo había dado por calcinado). Y venía olor a glicinas también, un triste olor a glicinas; había glicinas. (Yo las había visto en el crepúsculo, prendidas en su fuego lila, funerario).
La fiebre me golpeaba las sienes. Salí. La jauría estaba adormida y no me oyó. Iba descalza. La jauría no me oyó. Un agua finísima, finísima, escintilaba el pasto. En las rocas, las escarpadas rocas, innúmeras, oscuras, estaban sentadas, quietas, las mujeres de la medianoche. Las magdalenas y las verónicas de la medianoche. Largas, finas, inclinadas, rezaban o esperaban, vestidas de interminables cabelleras. Me acerqué a una: Magdalena, Verónica, (un nombre así).
Y bajé. Seguí bajando. Al estanque. La luna, sombría, caía de lleno sobre el agua. Junto a las espadañas, se amontonan estremecidas, oscuras, granantes, las ocas. Me detuve. Vi la luna queriendo sostenerse a toda costa en la punta de un ciprés. Pero, el ciprés vibró y la sacudió.
Y ella tuvo que descender, borroneada disimulada entre los magnolios. Después, recordé al guardabosque.
Entonces, empecé a caminar hacia el sur; caminé entre los árboles del sur.
Buscaba al guardabosque.
Lo hallé en un claro, sobre una roca, inmóvil. Le cobre. Había encendido un gran fuego. Yo le dije: Tuve miedo en la casona. Pero, él estaba cobrizo, dormido. El fuego pareció un faisán intentando el vuelo. Después, una cesta de mariposas que no se atrevieran del todo a volar. Yo me acerqué al hombre y le dije de nuevo: Tenía miedo en la casona.
Pero él no me oyó.
El fuego daba un suave perfume amargo. Habría quemado ciprés. El fuego era una canasta de mariposas. Yo tomé una astilla y saqué una mariposa colorada. La puse sobre el hombre. Saqué una mariposa verde y la posé sobre el hombre. Y luego, otra mariposa colorada. Las mariposas revolotearon y proliferaron. Él dio un grito, largo, aullado, negro. Un grito como un ciprés. Pero, la boca se le llenó de mariposas. Y el grito se le llenó de mariposas. Y hasta el alma se le llenó de mariposas. Yo me reí; y me alejé riendo y terminé en el bosque una larga carcajada. Busqué la luna entre los árboles; pero, no estaba. Vino un viento leve, claro. Y los magnolios tuvieron el tiempo de estallar sus balas blancas. Vibraban los cipreses.
Vino un viento, claro, verde, y deshizo los árboles, que se reconstruyeron enseguida.
Sentí que se enfriaban mis sienes.
Miré hacia las rocas. Ya no había nadie. Me acerqué al estanque. Las espadañas tenían ya, sus azucenas volanderas, sus azucenas oscuras como copas de vino. Las ocas volaron de entre las espadañas, rojas y rosadas. Volaban las ocas, ya rojas y rosadas.
Rodeé el estanque. Me alejé un trecho.
Un revuelo y un resilbo me volvieron.
Había bajado la cierva. Había bajado la cierva al estanque, a beber. La fina cierva, manchada, con su lustrosa cornamenta.
La jauría huyó, huyó, hacia el este, loma arriba, huía hacia el este, las suaves lomas arriba, en una fuga desesperante y bella. Los perros se iban quedando, derrotados.
La cierva llegó a lo alto. Y se paró, repentinamente. Deslumbrada. Estaba saliendo el sol.
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