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Palabra Virtual    
    Editora del videograma:    
    Palabra Virtual        
por Carmen Boullosa    
Colaboración: Carmen Boullosa    
Sitio web de Carmen Boullosa    

    Este poema forma parte del acervo de la audiovideoteca
    de Palabra Virtual

El son del ángel de la ciudad


1

No oigo lo que tengo que decirles.
La voz que saca de las palabras la chispa del frote, la antesala
del fuego, no se presenta.
Estoy sorda. Siento en la carne el dardo del llanto de la triste
               langosta canadiense:
chilla cuando han de matarla.
El animal ha venido aquí sólo a perseguir su muerte.
Ésta es la hora del banquete.
Aquí se lo comen todo,
degluten al mango roto en trozos,
a los cocos cortados y las papayas partidas,
al camote y la sandía,
al perro desollado
y a los toros completos, menos dientes y huesos que serrán
gelatina.
Ahora mismo tragan el mugido,
se lo están manducando.
Falleciendo, la gorda langosta chilla, tartamudeando la
inutilidad de su caparazón, y su lenta gordura.
No escucho las palabras que quiero confiarles.
Razono:
no podrán escucharlas, y por esto no aparecen.
Quiero decirlas para ustedes, aunque sea imposible.
No las oirán, porque me dieron dos días para morir en un
puerto de lagos que era el centro, el ombligo del mundo,
y en uno tercero, cuando me resucitaron en una ciudad fincada
               sobre el agua, el pago de mi regreso a los hombres fue
               un día cuarto en el que recibí de regalo, otra vez, mi
               muerte.
Viernes y sábado muerta estuve, como el cristo, y el domingo
               caminé entre las personas, sólo para regresar a una
muerte más terrible, sin ascensión ni tumba,
y ya no se veían entonces el Popo y el Izta, ni la cordillera del
               Ajusco, ni el Cerro de la Estrella cuidando los bordes
               luminosos del valle.

No oigo lo que tengo que decirles.
Levanto lo que digo de entre las ramas secas y la arena, porque
               lo necesito.
¿Gané yo mi muerte? ¿Pagué yo por ella hasta el último
centavo?
¿Fui áspera, fui ruda, fui horrible,
o mi rostro se llenó de cabezas de víbora?
De la falda de mi nana brincaron a la cara,
y fueron las dos garras de ella quienes acariciaron mi torso.
¿Qué apareció en mi espalda que desplazó el aditamento del
               vuelo?
¿Qué hubo en mí para cambiarme de aquel ángel que fui en un
               pájaro negro y mudo?
Caí más ásperamente que Ícaro.
Antes volé entre las nubes y el cielo.
Rozaron las plantas de mis pies la húmeda alfombra blanca
y conversé con las estrellas de tú a tú;
desnuda mil veces, allá en el cielo, me sostuve;
de pronto fue una masa pesada mi cuerpo, pero una masa
injusta porque yo seguía sin ropas: yo deseaba y aún
               ardiendo me cubrieron de un saco estrecho de plumas,
               me otorgaron la faja metálica de un pico y un canto,
               cuando yo había tomado del sitio del aliento,
me forzaron al potro inclemente de la forma,
y desparramaron las piedras talladas que hacían los altos
templos
y vaciaron en ríos y lagos la sangre de las venas de los míos,
dejando una larga columna
arriba de la cual me plantaron, inmóvil, dorada, toda ojos.

Todo había sido pertenencia cuando llegó el despojo.
Mamá nació a la orilla del dorado mar del Golfo, donde comían
               caldos espesos de carne de tortuga y cocodrilo, cocido
               de gallina, tamales de pejelagarto, yuca en la plancha,
a su gente se le iba el tiempo en comer y trabajar cuando no los
               vencía el calor sobre la hamaca,
o pizcaban cacao o café.
Papá trajo la memoria de otros continentes, nació en Galicia,
               conocía los cuentos de los diamantes y venía con los
               suyos tras el oro y el chocolate.
Ignoró la riqueza de los moles y los pipianes, las tortillas y los
               panes complicados de mi pueblo.
Nunca miró de quién era la efigie dibujada en los billetes de
               diez o de veinte pesos. No supo la historia del cura
Hidalgo, de Morelos, de Villa.
Nací en su contra, pero fui siglos un ángel y no pude saberlo.

Perdí sola mis alas.
Perdida voy con los otros, en multitud.
Nos perdemos porque se ha vuelto pequeño el globo.
No podemos rastrear sitio alguno en el mapa diminuto.
Se ha reducido, comprimida por el hoyo de ozono, la tierra,
se han hecho tiritas de arena seca sus otrora inmensas selvas.
Nos perdemos en el dedal donde ahora cabe el globo.

Me encuentro en el tejido del rebozo,
en la flauta del indio y en el tigre extinto,
en la carne de venado humeando sobre las brasas,
en la campanadas llamando a misa,
en los cohetes quebrándose en luz en el centro del cielo,
y en el pregón del que vende miel.
En la cazuela de frijoles refritos.
En el olor del nixtamal recién molido.
Me reencuentro en el taconeo sobre la tarima de madera,
cuando la niña agita su falda y el abanico,
claveles en el pelo y el vestido bordado.
Él la corteja con las manos detenidas a la espalda. No se quita
               el sombrero. Viste de blanco.

Antes saqué mi corazón del pecho, para el sacrificio del amor
               y lo arrojé a la nada, lo eché, lo tiré, lo aventé para dar
               de comer a los cerros.
Él no puede vivir, no lo tengo.
Silba entre los árboles, como viento. Andará contento.
Estoy confinada a estar afuera,
soy el animal inmundo,
el que quiere comer del plato ajeno,
el que se sostiene ridículo sobre dos delgados pedacitos de
patas,
y no puede volver a tocar las nubes o a ver de cerca el cielo.
Soy la presa por expulsión, la condenada al afuera. Mi jaula
               es del tamaño del mundo.

(Afuera: lo rígido, aterido.
Adentro: aire.
Afuera: ventarrón.
Adentro: saliva.
Afuera: salada ropa ardiendo.
Adentro: humo de tabasco fresco.
Afuera: quemazón de plásticos, aceite sobre la escama del
               pez, asfixiándolo.
Adentro: la mano tibia.
Afuera: la uña mal pulida, raspando.
Adentro: el abrazo está adentro.
El pecho está adentro. Las piernas adentro.
Afuera: sangre, y un corazón volando necio.)
Fui un ángel. Soy la esclava corriendo, el pájaro negro que
mendiga.
Mi corazón sigue poblando de espinas al cerro, lagrimeando
               lumbre y yerros.
Deténganlo (es lo que debo de decirles). Deténganlo.


2

Oigo el zumbar de la ciudad,
panal urdido en cemento, chinampas,
caucho, motores, chispas, chapapote,
varillas, vidrio, piedra, cal, arena,
la sábila cantando su moño rojo a la entrada de las puertas,
el trinar de pájaros aturdidos tropicales.

El puntual rechinar de dientes
de las seis y cuarto, ‘al que madruga…’,
la cuerda larga del camión que viaja rasgando agua desde lejos,
el sueño del perro, el roce de la escoba,
el claxon golpeando el grito cerebral de las prisas.
El taconear y el tenis,
el metro atiborrado en la estación Pino Suárez
y el puesto precario de lata y fuego en Insurgentes,
¡tamaaaaales! ¡atooooleeeee!

Oigo el zumbar,
allá el pregón y el grito.
Acá el carro golpear el cuerpo en el cruce asesino.
Oigo el silencio del viejo
varado en la banqueta—imposible cruzar-de qué sirven las
piernas-aquí hay que volar para no caer—.
Oigo el zapato huérfano arrastrado por las llantas de los
coches,
a la ambulancia aullar,
al viejo regresar,
al semáforo imbécil y los coches varados, estancados,
atollados, embelesados, en su ballet de tres colores
               muchos minutos.
Oigo el humo de los mofles, todo se escucha,
los carrizos,
los bosques que aquí hubo, el recuerdo del oleaje de tres lagos,
los caños reventando de calor en la sequía,
el Gran Canal hediendo
y allá atrás—cuando era niña—el leprosario y sus cultivos de
               manzanas.

Oigo en silencio, sin voz.
Coso, ato los ruidos para decirlos.
Desde el mandil (tres monedas al bolsillo) y la canasta (resbala
               el mango, el racimo de plátanos, la bolsa transparente
               repleta de chiles),
hasta el saco guerrero y la corbata,
las agujetas golpeando sus puntas contra el cuerpo de cuero del
               zapato,
los pantalones de mezclilla con el siseo entrepiernas,
la media de nailon que se atora en el tejido de paja de la silla,
el riel corriendo en el mueble de la cocina
arrullando a los ordenados cuchillos acostados,
la caja de cartón de que despierta el niño que la tiene por cuna,
el radio de mil voces,
la jacarandas sacudiendo y perdiendo melena al viento,
el timbre y el grito:
¡…ina, te hablaaan, contesta!

Camina el reloj. Hora de entrar a la escuela,
son las ocho y media. El mexicanos al grito en los honores a la
               bandera,
los niños alineados en el patio bajo un aire espeso,
aquél tiene piojos, los rasca a su ritmo, adiós himno en su
cabeza,
               ¿ceñida?, las liendres,
aquélla trae sucia la falda de caramelo o menstruo.
El otro de calcetines percudidos llora sin que nadie lo sepa,
lo golpeó su papá, le dio en la boca. La de allá no desayunó, no
cenó, por ella chillaba esa langosta gorda,
en su panza hueca retumba en sus centros la tierra,
y acá su espejo: ése se ríe, y no se aguanta la risa,
la otra que es Luisa y tiene catorce años trae un soldado en
cada
hijo en la panza.
Es la del parque.

—La matraca de la banca del parque.
El arrumaco, la caricia dada, la robada, el jaloneo,
el beso, el no, el sí, el otro beso, el peine en la bolsa de la
camisa del muchacho,
el cabello suelto, el broche dorado,
el botón saliendo del ojal,
la banca de hierro inmóvil, jaula de besos,
cama de los vestidos.
Los niños brincan, la pelota corre, ¡bola!
les gritan,
y el beso sigue, inmune.
Se descuida, la mano se aventura otro poco.
Ella cede, el otro ojal, el otro, el cierre, el broche,
los calzones bajarán y se cerrarán sus ojos sin un quejido
y nadie la querrá casar,
será otra a solas y amamantará con hambre
y tendrá sueño cuando se vaya a trabajar. Adiós a la escuela,
a la pelota que bota.—
El desarmador pega contra el pavimento,
el regateo en el puesto al aire libre del mercado,
oigo, y el tinte caer en los cabellos.
Es rubio, qué lindo, le pone sol a la seca azotea, nido de afeites.
Oigo el brasier apretarle las tetas. Ignorar la forma de los
pezones,
Oigo orinar contra el muro.
El maíz del enojo, el grano bajo la hoja seca de la cortesía,
así señita, como usté diga, güera, ñora,
la alarma timbrando repetida
ciega
repitiéndose
hablándose a sí misma.

Cae un poco de tinga de la orilla del taco
y en el piso suena a risa su salsa
junto al puesto de jugos.
Los colibríes, en el parque, bailan al son del exprimidor, al del
               chasquido de la salsa que cayó sigue cayendo de la
tortilla.
Ellos fueron guerreros cuando aquí estaban los lagos, los ríos y
               aquellos templos.
Yo fui un ángel, tuve alas y una diosa cuidando mi sueño
mientras siseaban los seres de su falda.
Los colibríes perdieron su escudo y su imperio.
Yo gané un son, que aquí, sólo un poco, sólo de asomo, reseño.


De: La bebida



CARMEN BOULLOSA






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