☰ menú
 



La égloga del amador

Dulce y buen Garcilaso, pastor de églogas tristes,
dame tu don secreto de hacer suave el sollozo.
Préstale a mi Amador la voz acongojada
que ante el verde campo gemía Nemoroso.

Que en mis oídos suene su zampoña bucólica,
y llegue a mi alma el eco de aquel acento suyo
que en la campiña hacía llorar a las zagalas,
mientras las vacas mansas velaban el crepúsculo.

Que las ovejas pálidas, de pacer olvidadas
en torno mío estén escuchando mis quejas,
y las rubias pastoras pongan sus trenzas de oro
junto al inmaculado vellón de las ovejas.

Dulce y buen Garcilaso, enséñame la ciencia
de crear ese dulce y entristecido canto,
que es como una sonrisa sobre el rostro de un hombre
que tiene las pupilas empañadas en llanto...

Es un rincón del mundo bajo un rincón del cielo.
Hay una sauce de sombra y una infinita paz;
y hay la desconsolada canción de un arroyuelo
que eternamente viene y eternamente va.

Juntos a este sauce triste, se alegran las orillas
la sonrisa del musgo, mínimo y compasivo.
Y a lo lejos, un campo de espigas amarillas
ondea, blando, al viento, como un mar de oro vivo.

La ancha visión agreste que apenas se adivina,
trae un reflejo puro de gracias al corazón.
Vaga en torno la leve fragancia campesina
de las espigas, rubias, como rayos de sol.

La lejanía, allá; y aquí, la paz sencilla.
Como asiento, una piedra: y el musgo como alfombra.
¡No desdeñará Dios descansar a la orilla
de este arroyuelo, triste bajo el sauce de sombra!

(A este rincón apacible viene a sentarse el AMADOR, hace ya dos tardes. Descansa sobre la dura piedra, habla a ratos consigo mismo, o con el arroyuelo o el sauce, y contempla el horizonte. Luego se marcha)

El AMADOR es pálido, y esbelto y vagabundo.
Tiene ojos de crepúsculo y evocadora voz.
En su sonrisa triste, llevan algo de extraño
sus labios entreabiertos, como al decir adiós.

Hay un leve vaivén, como de barco joven,
en su sencillo andar, ni tardo ni veloz.
Viene de todas partes sobre la tierra pobre,
y en una mano, un junco le sirve de bordón.

                    Ágil romero adolescente,
                    zagal amoroso y doliente
                    viene del amor, va al amor.
                    Mujeres de todas las rutas
                    han gustado probar la fruta
                    sangrienta de mi corazón.

                    Sorbo de besos el bebiera
                    antaño, por saciar su fiera
                    sed insaciable de besar;
                    y hoy, esta misma sed lo lleva
                    hacia una dulce boca nueva,
                    donde acaso no ha de abrevar...

(El AMADOR ha llegado esta tarde y ha permanecido largos momentos inmóvil, frente al ocaso. de pronto, yergue la juvenil cabeza y le habla a los vientos, en voz baja. Se diría que el sauce se inclina sobre él, dulcemente, y el que el arroyuelo parlero se queda silencioso, escuchando)

EL AMADOR

Ayer pasó la AMADA junto a estas cercanías.
Iba, en la tarde, llena de gracia matinal.
Hubo en mi corazón un ansia agradecida
para estos ojos míos que la pueden mirar.

La amo porque no me ama y a mi lado no viene.
Desde su ser al mío no hay camino derecho.
Casi sin esperarla, la espero eternamente,
y le hago un hueco tibio de amor junto a mi pecho.

Sé que no me ama, que no me ama;
no ha de abrasarse ella en mi llama,
ni se harán nuestras vidas, una.

Nunca será su ensueño el mío
y en mis noches de sombra y frío
sus ojos no serán mi luna.

Amor de esa mujer hermosa,
lánguida canción temblorosa
que a mi boca llega, llorando.
Yo, sin esperarla, la espero;
no sé desde cuando la quiero.
Y la querré no sé hasta cuándo...

(Y luego, con exaltación de desbordada ternura, ebrio del recuerdo de ella:)

Boca de esa mujer, fuente de besos,
fuente de vida y encendidas ansias.
¡Pudiera yo incendiar tus labios yertos,
entre sus amorosas llamaradas!

Ojos de esa mujer que no me buscan.
que no me llenan de amor ni de placer.
Nunca en la vida han de ser míos, nunca,
ojos de esa mujer, labios de esa mujer, cuerpo de esa mujer.

Alma de esa mujer, alma de aurora,
a donde nunca alcanzará mi voz.
¡Ante mi sueño está, blanca y lejana,
lejana como el rostro de mi Dios!

(Al quedar silencioso, apoya entre sus manos pálidas la cabeza. Entre tanto, de un encantado recodo humilde, surge como una aparición, ingrávida y alta como una hada de leyenda, la AMADA)

Todo el trigal se inclina cuando la AMADA llega.
Tiembla el follaje claro de infantil alegría.
Y levemente, un poco de cielo se refleja
sobre su frente diáfana, como la luz del día.

En su alma escucha apenas el cantar de las aves
porque es, la virgen rubia, tímida y temblorosa
y una rosa se enciende sobre su rostro suave,
cuando el rosal lo tacta con su mano de rosas.

Es como una sonrisa de dulzura, la AMADA.
Tiene un sencillo gesto de majestad y unción.
En los campos verdes, reposa su mirada.
Lleva en la boca, un canto, y en la mano, una flor.

(Con paso leve, la AMADA ha recorrido el sendero y pasa ahora junto al rincón rústico y manso donde el AMADOR reposa. El no ha levantado la cabeza, pero Se diría que la ha visto, porque su cara se enciende de dulce y conturbada emoción. Cuando se yergue y la contempla, no es el estupor el que lo embarga. Su rostro está transfigurado, aureolado de melancolía, y hay en todo él como un gesto viril de dolorosa resignación. Parece que su deseo ardiente de ella, no lo impulsa hacia ella, sino que lo deja ahí, inmóvil, en la enorme voluptuosidad de quedarse, en tanto que la AMADA pasa, va alejarse, se aleja)

EL AMADOR (con voz armoniosa, amarga)

                    Se va con mis sueños la AMADA.,
                    por la senda rebelde y loca
                    Se va con sus dulces miradas
                    y con los besos de su boca.

                    Junto con la tarde sencilla,
                    con la ancha tarde azul, se va;
                    y mis ojos que la están viendo,
                    mañana ya no la verán.

                    Esta noche, sendas no holladas
                    han de tenderse ante sus huellas.
                    Será, tal vez, noche estrellada.
                    pero para mí no habrá estrellas.

La amo porque no me ama. porque a mi lado pasa
como una alada brisa junto a un árbol sin flor.
Está mi corazón en las piedras que pisa
¡y ella mira las piedras sin ver mi corazón!

Toda la siento en mí porque no la poseo
agua que no ha apagado mi sed devoradora,
rincón de sombra en donde descansó mi cuerpo,
tibio y lejano albor en medio de la aurora.

Yo amo a aquellas que nunca deshojé como rosas,
He olvidado a las claras mujeres que, en un día,
me ofrendaron su carne o el goce de sus bocas...
¡Y mías siguen siendo las que no fueron mías!...

Dueña de mi dolor, que te vas, que te alejas,
a donde tu presencia no ha de prestarme abrigo;
la nostalgia de ti -sombra de tu belleza-
junto a estas cercanías se quedará conmigo.

Dondequiera que estés, tu recuerdo me acompaña
mi soledad henchida de tu belleza ausente.
No quiero que me quieras, por conservar intacta
esta pena de amarte, llorando dulcemente.

Siempre estarás conmigo, con tu amor que se guarda,
como guardó su duelo contra toda alegría;
mi amor, que no es espasmo gozoso allá en tus labios,
sino dulce y amarga melancolía mía.

Calla. Y en silencio de la tarde, un murmullo
de queja imperceptible queda vagando al viento.
lentamente se apagan las llamas del crepúsculo
y empieza a anochecer sobre el paisaje eterno.

Ya el Amador es sólo una sombra entristecida.
La amada es una sombra que se aleja. radiosa.
Y junto a la piedad del sauce que se inclina,
el arroyuelo diáfano -en la sombra- solloza.

                                                                                          Fin de la égloga




Selección: Guido Ferrer


ROMEO MURGA




regresar