Señora, la conozco. ¿Dónde vive?
Por Dios, que he visto esos dos ojos negros,
esas caderas anchas, esa forma
de culear andando, esas dos tetas...
¿Que la ofendí? Perdón. Tanta sonrisa,
acompañada de tan claros dientes,
prueba que no, señora... ¿Es usted muda?
¿Quiere que lo adivine?
Buenos sapos, demonios y culebras
volaron siempre de su boca... ¡Vamos!
¡Culo de Satanás, no me lo niegue!
¡La puta de mi madre, qué osadía!
¿Qué no la he visto? ¿No compraba usted,
la otra mañana, nabos y cebollas,
papas, lechugas, huevos y tomates,
perejil y alcahuciles en la Piazza
della Moretta? ¿Cómo?
¿Que es un invento mío?
¿No estaba usted acaso la otra tarde
en la chiesa española,
Via di Monserrato, contemplando
la tumba de Calixto III y su sobrino,
aquel papa Alejandro que lidiaba
toros y damas con el mismo arte,
o tal vez sacudía usted el polvo
a las modestas flores de papel,
que humillan más la lápida que esconde
la osamenta del rey Alfonso XIII?
Bueno, bueno, por mí puede seguirse
pudriendo donde está... Yo sólo quiero
saber en dónde vive, si es la misma
que hace ya más de cuatrocientos años
se vino a Roma a ser jardín del hombre,
el coño puto y el meneo airoso,
desde el Campo de Fiori hasta SantAngelo,
curando el mal de Nápoles
a la misma columna de Trajano y haciendo
soñar al Tíber y temblar los puentes...
¿Tendré que preguntarlo a los canónigos,
al charlatán que miente en las esquinas,
al trapero, al herrero, al carpintero,
al que dora los santos y las vírgenes,
al barbero, al cestero, al ebanista,
a los gatos nocturnos
que encandilan sus ojos
en el mudo rincón de las basuras?
¿Cómo se llama? ¡Vamos! ¿Me lo dice?
Pienso que no ha podido, mi señora,
cambiarse de nombre, que es el mismo
que, desde León X a Giovanni
XXIII, viene dando
amor y gracia y júbilo y desplante
a estas calles y vicolide Roma.
¿Lo dice? ¿No lo dice?
Ya que así me lo oculta,
se lo diré yo entonces, pregonándolo
como quien vende nardos y claveles,
manzanas y limones,
doradas, caracoles, bogavantes,
frutas frescas del mar y de la tierra.
¡Y se acabó el usted, señora mía!
Te llamas como siempre y para siempre
te seguirás llamando:
La Puttana Andaluza.
De: Poemas escénicos