Me enseñaron las cosas equivocadamente
los que enseñan las cosas:
los padres, el maestro, el sacerdote
pues me dijeron: tienes que ser buena.
Basta ser bueno. Al bueno se le da
un dulce, una medalla, todo el amor, el cielo.
Y ser bueno es muy fácil. Basta abatir los párpados
y no ver y no juzgar lo que hacen
los otros, porque no es de tu incumbencia.
Basta no abrir los labios para no protestar
cuando alguno te empuje porque, o no quiso herirte
o no pudo evitarlo
o Dios está probando el temple de tu alma.
De cualquier modo, pues, cuando te ocurra el mal
hay que aceptarlo, agradecerlo incluso
pero no devolverlo. Y no preguntes
por qué. Porque los buenos
no son inquisitivos.
Y dar. Si tienes una capa córtala
en dos y entrega la mitad al otro
aunque el otro no sea mas que un coleccionista
de mitades de capa. Eso es asunto suyo
y tu mano derecha debe ignorar... etcétera.
Y recibir con ambas mejillas, eso sí.
No siempre serán golpes.
A veces será el ramo de flores que suscita
fiebre de heno. A veces el marisco
que produce la alergia.
A veces el elogio
que, si no es falso, humilla la raíz
y que, si es falso, ofende. Tú perdona,
que es lo que hacen los buenos.
Obedecía. Se sabe: la obediencia
es la virtud mayor.
Y pasaron los años
y yo era la piedra de tropiezo contra
la que chocaba el distraído o,
si mejor emplazada, punching bag
en el que ejercitaban su destreza los fuertes.
A veces me ponía a hacer "viva la flor"
con mis cartas del naipe y llovía la gracia
indiferentemente sobre mis amigos
y los que eran amigos de mis amigos, es decir
mis enemigos.
Y me senté a esperar la medalla o el dulce
y la sonrisa, el premio, por fin, en este mundo.
Y sólo vi desprecio por mi debilidad,
odio por ser el instrumento
de la maldad ajena.
¿Con qué derecho quería santificarme
utilizando vicios o carencias
de los demás? ¿Por qué yo me elegía
como única elegida
y era el mecanismo como el grano de arena
que paraliza toda función? Y, paralíticos,
los activos, pensaban. Y yo era la causa
eficiente de aquellos pensamientos
y no había para mí sino condenación.
Hasta que comprendí. Y me hice un tornillo
bien aceitado con el cual la máquina
trabaja ya satisfactoriamente.
Un tornillo. No tengo
ningún nombre específico ni ningún atributo
según el cual poder calificarme
como mejor o peor o más o menos útil
que los otros tornillos.
Si tuviera que hacer mi apología
ante alguien (que no hay nadie, que nunca hubo
ningún testigo de lo que acontece)
diría que estuve en mi lugar y que
giré en la dirección correcta y a la velocidad
requerida y con la frecuencia necesaria.
Y que no procuré ni que me remplazaran
antes de tiempo, que me permitieran
seguir cuando me había sido declarada inservible.
Y, antes de terminar, quiero que quede
bien claro que no hice nada de lo que hice
por humildad. ¿Acaso los tornillos
son humildes? ¡Ridículo! Y que, menos aún,
mi conducta se entiende merced a la esperanza.
No, ya hace mucho tiempo que el cielo es un factor
que no entra en mis cálculos.
Conformidad, tal vez. Lo que de ningún modo
en un tornillo, como yo, es un mérito
sino, a lo sumo, es una condición.
De: Poesía no eres tú