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Los asesinos

En estas calles ya no hay visitas de asesinos:
solamente aquella sangre que sin apuro envejece.
Dedos de gatos reverdecidos estallan
contra las duras telas de una acacia o jacaranda.
Y plumas estériles saltan de la estrechez de cada hueco.
Una boca mira la falta de sombra de este cuerpo solo.
Otra boca o la misma sin ser ya igual para más nunca
muestra el envés de su nutriente saliva:
porque allí hay quizá móviles palabras
pulsiones de espuma océanos nacientes
charcos donde el fantasma de un tiburón
jamás encontrará sus dientes perdidos.
Y una boca de la otra boca habrá de ser vulnerada
por el olor de un extrañísimo objeto llamado taza blanca.
Y una mano de uñas en multiplicación
abre su centro como un ombligo invisible
hacia el que fluyen símbolos y sílabas
signos y sonidos que no bastan.
Y hay como gotas de un líquido indeciso
golpeando cuatro duras raíces verticales.
Y también ruidos sin bautizar con sus veloces pedazos
de rostros que surgen de un hálito de humo traslúcido.
Y las calles estas calles llegan hasta un sitio
de banderas inconexas
desde un lugar donde todas las leyes
de la humana verba natural fracasan.
Los asesinos se han retirado
con sus rituales de horror y de delirio:
los cuchillos quebrándose
las sogas desgastadas
las vergas marchitas
las pistolas en tránsito de oxidación.
Y la niebla de la ciudad ataca todo vivo objeto
que las musas empiezan nuevamente a nombrar.


De: Rojo es el silencio (2005/2006)


SAÚL IBARGOYEN




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