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Saúl Ibargoyen

 
 

Buen día Señora Amandina



Doña Pelona Morte, para qué disfrazarla, para qué darle otras opciones de ser nombrada, andaba hartamente cansada de tanto haber mandado suela aquella mañana tempranera. Había surcado casi todo el rápido fragmento de invierno siguiendo su olfato, sus netas intuiciones. No siempre hallaba placer o gusto burocrático en cargarse la suficiente cuota de carnes fresquitas o sangreadas; más bien prefería situarse entre variantes decididas, que iban desde el derrumbe corrupto a la precisa palidez de un solo camino.
Fatigada pues, sintiéndose muy usada, se acomodó con su gran bolsa negra, bordada sí, con caras y ancas de angelitos desprestigiados por las habladurías de don Diablo Preto, que parecía saber su latín: 'Todo ángel es putus". Pero esta es cosa delicada, marginal en nuestro tema. Pensemos en el bolsón agrandado por el peso de cuerpos tenaces, negándose a la disolución y a la nada.
Lo mismo pensaba doña Pelona Morte, y ajustaba la cinta de cuero en un nudo irreversible:
—Que lo de adentrito quede ahí nomás, para luego los terminaré de morir. Resuello me falta para lo de afuera, jodida es mi faena, pocos los jornales aprovechados, ¡qué vida la que hacemos con esta gente bien finada!
Las nalgas se le fueron endureciendo, depositadas como las puso en el límite duro de la alturada y decadente vereda.
Desde allí examinó una estirada paisajística de basurales incipientes, a medio crecer por falta de escoba y trapo. En verdad, que aquellos barrios no le agradaban un cono, sin embargo eran los que más visitaba en el invierno, tal vez por eso se inflamaba su repudio, y tanto, allá por las encrucijadas de su escondido órgano corazonal.
Se paró con cierto gasto de energías viriles, manoteó vestimentas fuera de moda y quizá de tiempo, enderezó los pelos por abajo del sombrero semialudo, y ya le vitaba el bolsón cuando unas voces más o menos armadas le vinieron de atrás de su costado:
—¡Pero cómo dice que le va yendo, doña! ¿Siempre volviendo por estas pobrezas?
Giró toda ella hacia la voz sorpresiva, tan tempranito y algunos levantados a volteretearse en el mero existir.
—Buen día señora Amandina. Madrugando un poquito ¿no?
Respondió con ciertos tonos de relaciones forzadas, pero ¿qué iba a hacer? Sus menesteres eran, al fin de tanto sumar y restar, una prolija sedimentación de vínculos y experiencias sociales. Doña Morte podía sospecharlo o no, y eso ¿a quién disgusta?
—Por qué no se dentra a tomarse un cafesito, ¿eh?
La Amandina de Butierre, pues casada que era contra don Horizontalio Butierre, le ofreció la invitación muy sincera junto con las extensiones imaginables de su corpacho geoidal, retenido por ropas interiores provisorias y en disposición de recambio.
—"Que nunca se te ocurra alejarte de este mundillo, ¿cómo haría yo para morirte en buena calida y holgura? ¿En qué bolsa o cesta podría alzarte?"
Cruzó su embolsado caudal entre los hombros consumidos, previo esquive de los manotazos con que la patrona de casa y vereda quiso darle desinteresada colaboración, y de atrasito le anduvo, entraron en ese orden de lista, el café pronto y para servir soplaba sus vapores blanquientos en la mesa de la cocina-comedor-tallercito de costuras-altar incendiado de los santos de protección.
El sacón quedó debajo de la dicha mesa, los que en él estaban contenidos podrían haber escuchado los golpecitos de tazas y platos y cucharas de conducir el azúcar entre aquel calor negro y vibrante.
—Rico es su café, señora Amandina. Tiempito hacía que no le entraba a uno de sus regulares convites...
—Pero si usté sabe que a su orden nos hallamos de siempre, doña Mmm...
—Pues sí, clarito... Rico el cafecito, póngame otro, molestia no es efetiva para usté. Quien ofrece, tiene que ace...p...tar.
Le sudaba la lengua con ciertas palabras.
La patronaza le abundó el recipiente y también le ubicó una espuma retaceada para que el café alcanzara apariencia más ennoblecida. El dulzor caliente eludió las distancias apretujadas de la habitación multifuncional.
Doña Morte chupaba las jugosidades vitales, después pediría una servilleta, de resultancia de la propia profesión tenía las más plurales y aun ociosas prácticas mundanas.
—Le gustó su muchito, no es, ¿doña amiga de nosotros?
Amandina estaba sentada a la tabla, como en otra dimensión, y no por sus grosores que no distinguían grasa de carne simple o hueso de sostén. Era una mujer total, digamos.
—Mucho, cómo no...
No quería buscarle a la dueña el contenido, la interioridad de los ojos, dos desgraciados huevitos de codorniz metidos en una tremenda cola de gallina sedentarizada.
—Aquí le doy su servilletita, doña... En confianza le informo, nadies puede acreditar de su finura, de sus procederes entre las gentes que vamos quedando. De inorantes que son, nomás, no digo que se me enquivocan los numeritos, y sin computadora, y no para andar resacando la libreta de control...
Amandina desreaccionó, quedó muda como una cucaracha, silenciosa como la Luna, distraída como el viejo Einstein, estatuatizada en fin, despojada de disposiciones, desnuda de sí misma, abstrayéndose de las porciones del cuerpo abismal que la sujetaba al piso de la habitación fundamental de su amorosa morada.
—Discúlpeme, no se me ponga malita, tome un medio vaso con agua fresca, nueva, por el aroma debe ser de pozo limpio.
Y la doña le zambulló el copo completo, ni una gotita hizo perder entre el viaje del balde hasta la boca semiclausurada de Amandina, quien pudo sin embargo beber hondamente y, al mismo momento, percibir los hombrunos ademanes que circulaban por los dedos de su huésped.
De las manos pasó a la cara, al pelo resbalando del sombrero frente abajo, a los brazos luego, al pecho detenido entre vestiduras aflojadas, a las piernas que no se podían nada ver, a las zapatillas oscuras con las suelas de yute y polvo amarillento y restos de humedades por encima.
—Y usté... ¿qué edá dijo que tenía?
Muy natural fue su indagación, cuando la efectuó se sintió mejorada del todo, todamente ligera en su graso uniforme terrestre. Hasta sonrió junto con la doña, ahora sí ella sonreía, labios secotes, ni rastros de café o de nada.
Escuchó la cifra que le explayó la otra señora, la doña Morte, y le pareció que era legal o normal, nadie se asombraría o admiraría de tal cantidad. Si por esos pueblos el solo nacer y respirar dos puñados de aire, era como una hazaña de la Madre Iemanjá, flotando entre las flores del mar de febrero. Estar nomás, sí, era el transpirado milagro de cada día.
Entonces cambió de tópico, no fuera a olvidar la cuestión que estuvo en un tris o en un bis de plantearle al saludar:
—Doña Morte... ¿cómo halló a mi sobrinito, el de la Maruca Alsina, que ayer no fui por allá?, en la otra calle moran, en la bajada del cerro Coquero.
—Usté es sabida de lo jodidito que estaba... fue una de las pestes de ahora, de esta época, que de las de antes no me recuerdo que pueda ser... Bueno, gracias por todo esto, que el atraso me aumenta.
Dispuso el bolsón bordado a flor de hombro. "¿¡Cómo le está pesando!?", y rompió la vacilante luminosidad que la puerta hacía pasar continuamente.
—Ah, salude a su marido, y que no duerma tanto, eso quietiza la sangre y los hígados se ponen en tren de pereza.
Amandina no le contestaba, pues iba sintiendo en las orejas que las respiradas de la doña le traerían más palabras. Dos, tres, cuatro pasos esperó.
La doña Pelona Morte le justificó la espera:
—A su sobrinito, lo llevo aquí. Me hace el favor de decirle a la señora Maruca, que no puedo devolverlo. Usté entiende bien, que ella entienda lo mismo. Y le da mi pésame, que no tuve ocasión porque había un tremendo mujererío gritando. Hay quienes nunca comprenden nada, ni las cosas más jodidas... Hasta cualquier día, desde ya le ace...p...to otro cafecito.
La señora Amandina vichó unos minutos solamente, alguien la saludó ritualmente desde alguna ventana, dio eco a los buendías y al quefrío, y entró en su casa, tan pequeña y ya oliendo, ya aromando a café y al almuerzo que le atareaba los pensares, "Una buena frijolada con arroz y charque y presas de puerco y naranjas cortadas y vino negro y para mañana domingo caldo de gallina y el bicho mismito con arroz y papas y adobo y vino negro tal vez uno rosado que blanco nadies tomaba ni ella ni Butierre y un flan para sobremesa y cafecito con espuma y siesta y sueño ganado y mucho mimo hasta la última sombra de la noche que fuera", se corrió a despertar a su marido, a aclararle los ojos, a regresarlo a su laboriosa realidad, porque a Horizontalio Butierre le era grato morronguear su tantico con ella antes de levantarse.



De: Cuento a cuento (relatos completos), Grupo Editorial Eón / Centro Universitario de Tijuana, México, 1997.


 

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