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Saúl Ibargoyen

 
 

La buscadora



"Una caminada, pues, una paseata… ¿Cuánto tiempo usaré para moverme adentro del movimiento de este aire que descoloca las hojas moribundas, que traslada a pura violencia papeles y plumas y patas de viejos insectos?"
La mujer, pues sí, caminaba. Ninguna como ella pudo jamás hacer de la quietud una costumbre, ni del meneo una esplendente cristalización.
"Todo lo que está vivo me interesa, hasta el hervor de las lombrices trabajando sus perforados territorios", se repensaba aquella hembra nueva, tan aparente o ilusoria como cualquier objeto carnal del fragmentado universo que habitamos.
¿Por qué ese caminar de flexibles vacilaciones?, ¿por qué el zapato o la sandalia de laborada piel buscaba lo que el pie deseaba ignorar? ¿Será porque cada simple paso es solamente una incierta comprobación de leyes, si bien bien explicadas, siempre incomprensibles?
"Después de todo, también el viento debe aprender a volar", se autoseñaló la muchacha sin edad, sin documentos, sin claras marcas de origen, sin sugerencias de un firme destino.
Las calles mostraban, si otro observador hubiera seguido con cierta atención el paseo irregular de la figura que así reflexionaba, una distendida soledad, un desfibrado silencio. Sólo los ecos sombríos de las bajas nubes fluían por el asfalto o las antiguas piedras; sólo una distanciada plática de pájaros ocultos circulaba sin ritmo fijo entre oxígenos polvorientos.
Ella pensaba, podría ser, que ese su tránsito de irregular trazado era reflejo o consecuencia del producto que se originara en un apartadísimo locus de algún vinoso mar interior, aunque otros antecedentes de exaltado imaginario sostuvieran sitios anteriores en la edénica tierra entre dos ríos; o aún más en lo lejos, pero eso, ¿quíén lo sabrá?
"¡Cuánta pinche retórica se me ocurre ahorita!", se agregó la fémina como amexicanándose. En verdad de en verdad, pensadora suelta y de verba fácil como era desde su profunda niñez, hasta le molestaba ese constante derrame salido de su lengua vibradora.
"¡Siempre en este dar y recibir, acoger y donar, entregar y asumir lo que me llega!"
Pero todo ese comercio era, desde antaños y ogaños tiempos, una especie de intercambio de hálitos sonoros, de murmuradas vaporizaciones, de rítmicas confluencias a veces no estrictamente humanas, de golpeadas melodías sin flauta visible, de tonos diferenciados según la garganta que dramática o livianamente los producía.
"Moviéndome y remeneándome, sí, rodeada de un vacío lleno de objetos sin presencia necesaria. Si no, ¿para qué ese árbol sin nadie que lo nombre, o ese pájaro que pasa ahoritita mismo sin apelativo que lo identifique?"
En puridad de la mera verdad, parece que tuvo pensado o soñado en determinadas y nubladas instancias, no podía entender por lo completo cómo había llegado hasta ese lugar, una ciudad esmirriada que apenas se asentaba en una pálida cifra de calles bien rectas en sus bajadas y subidas, y que siempre se extinguían en bordes arenosos, entre rocas blancas y arenas impalpables.
"Sí, el río que se va ensanchando con la pretensión de ser el nacimiento de la mar océano, por aquí. Por allá, las aguas agarradas a breves bahías con sus barcos de papel y sus velas de coloridas espumas: ¿son?, ¿serán?"
Ciudad contenida, pues, por su casi negativa a crecer, satisfecha entre los altos árboles a imagen de algún París lejano y entre las casas de variados tamaños y asentado ladrillaje bermejo: esos verdirrojos colores se mezclaban con el albor de cuidados revoques y pinturas apegándose a una provinciana pulcritud.
"¡Y ahí tenemos a la mamá de todos los ayuntamientos! ¡Ese edificio o palacio de límpidos mármoles con sus patrióticas estatuas y sus frases de bronce en lo inalcanzable del frontispicio! ¡Qué tamaño tan destamañado para un sitio urbano tan escaso de gente y de futurizada modernidad!", eso se exclamó, pero obviando comentar su fugaz estremecimiento ante las complejas columnas frontales adscriptas al orden paranínfico.
Algo de calor daba ahora una estructura más palpable a la temblorina que el aire del estiaje transmitía.
"Verano sin verano, calores que no son calores, río que no es mar, sol que no es astro rey…", se pensó la dama aquella en su desconcertado rumbear.
De pronto percibió a punta de nariz los recios olores de un asado a la leña, de esa leña de monte con su musgo corto pegado a la corteza. Y también olores a pingües chorizos y renegridas morongas y una perfumería de vinos de denso cuerpo rojo y asimismo los efluvios de los grandes quesos circulares preparados para su sacrificio en el picado o la botana. Todo aroma es memoria: así, volvió a ver a los guerreros alzando hogueras en la playa; vio a los esclavos y los sirvientes degollar y destazar cabras y ovejas de maciza gordura; vio cómo saturaban las tremendas copas con el cargado jugo de Dionisos. Y vio en un más atrás, si es que hay un más atrás en la entretela del tiempo, a la diosa mayor de nombres ocultos: su túnica de lana delgada y colorida, sus sandalias de ligera piel, su pelo anochecido sosteniéndose entre flores sagradas, su rostro iluminado y muerto a la vez, sus manos desnudas levantándose en la luz, su boca pronunciando en silencio todas las palabras.
No quiso acercarse al humoso restaurante con sus varias mesas aún despobladas en medio de unas entreluces que señalaban horarios indecisos o manejos holgados de relojes y almanaques.
Alguna gente pasaba, grupos escuálidos de turistas, exóticas parejas besuqueándose, fumadores solitarios, maniáticos de la fotografía, adictos a las orinadas murallas coloniales, cazadores furtivos de móviles imágenes, sutiles suripantas, disimulados mendigos.
"Nadie me ve, creo. Al menos, no miran, aunque el ojo de los mortales sabe disponer de dimensiones inesperadas. Lo que no se ve, se inventa…"
Y en otro de pronto, ya alejándose hacia el río, ya apartándose de aquellas aromáticas tentaciones asadescas, vio a aquel niño que tantas veces había visto en sus sueños. La memoria lo puso delante de su mirada, y todos los niños soñados y recordados se juntaron súbitamente en aquella figuración de un infante de pantalón corto, playera de pálida color azul y castigadas zapatillas negras.
El chavo, vertical sobre un muelle de tablas donde iniciaba o terminaba la calle, sostenía con breves manos su caña de pescar que se continuaba en las densas aguas con un hilo invisible. La quietud del flotador de corcho blanco indicaba lo inútil de la acechanza.
La mujer se ubicó a la diestra del pescador. Él sólo miraba hacia algún lugar entre las desnutridas burbujas y el peso del agua.
"¿Qué buscas con tu anzuelo? ¿Qué peces hay aquí? ¿Bagres, tarariras, dorados, mojarritas?", inquirió, inaugurando para sí insólitos sustantivos.
El niño no miró a la mujer o moza o dama joven. Dijo: "Busco a la diosa del río. Dicen que en la entrenoche sube desde el fondo a cantar… Siempre la busco."
"¿Cómo se llama? ¿Cómo es? ¿Alguien ha podido verla? ¿Qué ropas lleva en su cuerpo? ¿Qué edad alcanzan sus años?"
"Nadie sabe. Nadie la conoce."
"¿Qué has puesto de carnada? ¿Cómo sabes tú lo que puede atraerla?" "Puse un rosa roja. Echó sangre cuando le hundí el anzuelo entre los pétalos… Sentí cómo se quejaba…"
A la mujer se le erizó toda la piel visible; estuvo a un tris o a un dis de perder lo recto de su altura. Sólo se inclinó, sólo eso pudo hacer, como una finísima sombra sobre los cabellos del rapaz que se mezclaban con los hálitos débiles y más húmedos del río. Quiso tocar aquella testa, pero la firmeza de las manos se diluyó en un trazo de dedos en orfandad.
Entredijo apenas:
"¿Por qué no le descubres un nombre? Sólo puede vivir en la luz y respirar en la sombra aquello que es nombrado…"
"¿Un nombre? ¿Cuál?"
"Aunque sea un nombre oscuro… digamos, secreto…"
El niño miraba hacia sitios inubicables como las desmemorias del espacio, certero en su paciente verticalidad. Las tablas del muelle parecían abrirse golpeadas por las ondas rutinarias.
"En algún sueño que vi, no sé cuándo, no sé en qué noche, apareció un nombre…"
Entonces, por impulso de irrefrenable vocación, la dama o moza se inclinó sobre la oreja siniestra, la oreja cordial del infante. Algo dijo, algo puso allí, algo que el narrador no pudo traducir.
El niño, abrupto, volteándose, capturó a la mujer con sus ojos mestizos de café con luces atardecidas. Dijo:
"Yo también soñé ese mismo nombre… en letras raras, sin sonido." "¿Cuándo? ¿Dónde? ¿En qué épocas de tu soñar? ¿Estás seguro?"
"Seguro que estoy seguro: los sueños están o se van, nunca se olvidan. Porque traen olores, sombras de cosas que nadie más que yo puedo tocar. Y son cosas fijas, cosas vivas, cosas que a veces duelen y que se pueden resoñar. Un pan nuevo que nunca se hace duro del todo. Y es ahí, en cada sueño, en donde respiro mejor."
"¿Seguro…?"
"Y en esos respirares, también sueño que cantan guitarras y flautas."
"¡Ah, entonces… eres tú, sos vos! ¡Tanto tiempo buscándote y aquí te me presentas, en esta ciudad que ni a polis llega!"
Se detuvo tres instantes para disolver el jadeo. Agregó:
"¿Dónde naciste? ¿En esta urbe rabona? ¿En otro puerto lejano sobre este mismo río? ¿Cuántos años has completado?"
El niño dijo nada más:
"Soñé también que no tengo edad, sólo tiempo. Y todo sueño siempre es presente, se sueña para adelante. Y el tiempo es como la luz: nace y renace, se quema en cada sombra."
El rapaz se volvió golpeadamente, sin transición, a atender sus negocios de pescador. Agitó la caña y el hilo, sacudió con levedad el corcho blanco. Luego, pisó y repisó casi con violencia los húmedos tablones del muelle. El río, ahora sí, le enviaba movimientos que parecían desprenderse de las murmurosas aguas.
La mujer se había sumido en una súbita y distinta soledad, como si el sol la asediara con púas y plumas congeladas. Quiso hablar hacia el chaval, quiso ser escuchada, quiso encontrar entre sus dientes la extraña canción que sólo ella podía percibir en las verbalizaciones del pequeño pescador.
También el aire parecía endurecido, como si un relámpago de vidrio inmovilizara a todos los pájaros y los árboles y las calles y las plazas y los olores y las figuras y los silencios y las murallas de aquella población de provincia asociada con el agua.
Grande esfuerzo fue el de la mujer para quebrar a golpes de silencio tan repentina cáscara de abandono. Y se lanzó hacia la orilla del río, hacia las raíces del presunto mar, metiéndose en las semiparalizadas aguas por un costado del muelle.
Sintió que enormes moléculas de frío le incendiaban los huesos; sintió el deslizar de sus brazos y la junción de sus piernas en una pulsión única; sintió enseguida que la rosa traspasada por el anzuelo se acercaba a su boca.




De: La musa en calzones


 

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