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Saúl Ibargoyen

 
 

Los gladiadores



El Chapulín Negro sintió que las frecuentes manotas de Pancho Amargo le punzaban la espalda. También le entró por la distorsionada oreja derecha aquella orden machacada por séptima vez:
—¡Ándale, negrito mío! ¡A ver si me lo truenas de entrada, nomás!
Sabía que los dedazos de aquellas manos pasarían enseguida por sus nalgas, en un gesto propietarista que le erizaba las tripas. En los entrenamientos era lo mismo, y hasta con más pesadez. Pero ahora varios ensombrecidos montones de ojos estaban mirando con párpado excitado todo lo que ocurría y tendría que suceder sobre el reñidero.
"¡Pos que no me toquetees ansí, Pancho...!" casi le respondió, porque ni pudo juntar un buche del aire cercano que flotaba entre iluminaciones polvorientas, cuando fue empujado, cuando ya tenía hechos los dos pasos de reglamento: había cubierto el espacio preciso que indicaba al juez -una especie de indio con ancha osamenta- su disposición al combate.
Los lomos desnudos y las nalgas apenas vestidas con un reluciente calzón de seda negra percibieron un alivio, la breve lejanía implantada entre el gladiador y Pancho Amargo. El segundo paso -que era también el ansioso final del primero- había dado testimonio de la cojera extravagante del Chapulín Negro. Éste escuchó con su oído diestro el risoteo que saltaba, entre vahos de tequila y cerveza, de la platea formada por cuatro anillos de apretadas butacas.
"Con una pantalla sólita, menos se oye, pues..." se consoló instantáneamente y como siempre el Chapulín Negro. No necesitó acordarse de cómo le habían explotado el tímpano izquierdo y lastimado el derecho: un par de golpes simultáneos con la palma de la mano curvándose en busca del vacío brutal. Fue en su primera presentación, en su primera victoria, sobre aquel mismo palenque redondo, ya como un año y feria hacía de eso, aunque el Tecolote Gris decía que algunos meses más o algunos días menos.
La renquera fue generada de otro modo: pocas figuraciones le quedaban de cuando lo arrancaron de un sitio bienoliente a cilantro, a mangos abiertos, a uvas de cristal verde, a chile seco, a rábanos dulces, a humo de carne roja, a Sol. Una mujer aullaba con raro silencio, derramada en el piso desprolijo del mercado. El Chapulín Negro nunca oyó, ni siquiera en aquel momento que solía repetirse como una nube confusa en la tela de su memoria, los tonos desesperados del aullido; nunca oyó el ruido de las lágrimas que golpearon un rostro de pronto solitario. Recordaba certeramente, sí, la forzada y desgarrante doblez de su pierna, las tiras de cuero invencible, los ganchos y remaches de blanco metal. Todo ese tiempo así, mientras huesos, nervios y tendones se encogían.
El pie retorcido se clavó en la lona mancillada por mocos, escupitajos, coágulos, manchas indescifrables. El Chapulín Negro dejó de oír los pujos de angustia que estaban por desatarse en el interior de cada turbia risotada proveniente de la platea circular. El rival designado a través de sombríos acuerdos entre el Pancho Amargo y el dueño del denominado Grupo de las Iguanas, era en esta ocasión el Gran Lagarto.
—¡Es un chingón del carajo, ese bicho mañoso! -había insistido como tantas veces el Tecolote Gris durante la temporada de luchas, que ocupaba las semanas más frutales de la primavera.
El Tecolote era un gladiador suelto, sin equipo, sin dueño, como cada uno de los que entrenaban con el Pancho Amargo, menos la bola de novatos de la que era parte el Chapulín Negro.
—Tú y los otros, carnal, son propiedá de ese baboso. Mírame nomás: yo ando libre, peleo por mi cuenta.
—No chingues, hijo: tú también comes de sus tortillas, ¿sí o no?
—El elefante hablando de orejas... Él de mí sí que no se aprovecha. Los gastos de entrenamiento bien que se los descuenta con mis peleas. Así ganamos él y yo...
—Ahí queda, güey...
Las pláticas entre ellos dos siempre tenían como un perfume reiterado de flores fatigadas. El aliento de aquellas conversaciones se enraizaba demasiado en un clima de crueles sudores, de aceites y cremas que templaban músculos y huesos, de suaves olidas de pegamento, de algún toque a veces, de un necesario y discreto alcohol.
Al sentirse nombrado, el Chapulín Negro enderezó los ojos hacia el juez, quien sin mirarlo lo presentaba a los sórdidos murmullos y a las chocantes risadas circulares. Enseguida trató de ubicar el punto de donde emergería el Gran Lagarto, porque el reglamento no marcaba ese detalle. Asunto a resolución o capricho del juez. Era un mundo redondo, infinito, solamente limitado por el tiempo.
—Y este indio, ¿de quién depende...? El modo de ingresar al reñidero podía convertirse en una ventaja previa. Cuando el árbitro dio el nombre del Gran Lagarto, éste apareció casi a espaldas del Chapulín Negro, del lado de su pierna mala. Una horrorosa gritería despertó de golpe.
—¿Y qué pasó con los dos pasos que yo tuve que dar? Este cabrón se metió así nomás...
El juez se apartó como quien huye de su propio cuerpo.
—¡Cuídate, pendejo! ¡Aguas!
¿Eran las desquiciadas voces del Tecolote Gris? ¿Eran sus tripas profundas que gritaban de miedo? En sus cuatro combates anteriores había sido igual: el estómago devorándose a sí mismo, el hígado soltando burbujas apestosas, los riñones congelados, el intestino queriendo vaciarse en el mero calzón de seda negra.
Era mejor, sin dudas ningunas, estarse el santísimo día cojeando y arrastrándose por las calles mugrosas y movidas de gente, alejadas del barrio de Tepoti, de mano aventada y abierta a toda limosna o lo que fuera. Así anduvieron añares, media vida o más, con el mismo Tecolote Gris. Y también con el Rambo Chico y el Jesús Diablo: uno muerto por ahogamiento en el reñidero, otro pisoteado por el camión de un cafre endrogado hasta las manitas.
La cola del Gran Lagarto le castigó fugazmente las rodillas y los testículos. Se fue en una rápida caída, rodando sobre la pierna buena, alejándose del segundo coletazo. Su oreja siniestra no escuchó los chillidos desbordados, totales, que sí recogió la otra pantalla en una traducción simultánea de los ánimos de la platea.
—¡Están contra mí, chingaos! ¡Pa esto les hice ganar su buena lana con el Rambo Chico!
Pudo respirar mientras el Gran Lagarto, con su ojo único y chorreante, lo buscaba bajo las luces de los focos amarillos y rojos y azules y verdes y blancos.
El Chapulín Negro miró desde la lona pegajosa: ¿una lengua saliéndose entre colmillos increíbles?, ¿dos patas en alto con uñas exageradas?, ¿dos patas de sostén como columnas rotas?, ¿una cola doble cargada de garfios y cuchilladas?, ¿un ojo apagado por un párpado oscuro?
—¿De dónde salió tamaño alebrije? ¡Hoy ni el Tecolote Gris apuesta por mí!
Por la pierna mala le corrió un súbito regreso de añejos dolores: las correas y ganchos y anillos de metal forzando posturas de suplicio. Y recordó lágrimas destrozadas contra el piso en desorden del mercado de aquel barrio de Tepoti.
A punta de pupila procuró al Pancho Amargo entre el humo enredado y ruidoso de la platea que lo separaba de calles lluviosas y de gentes en movimiento. Creyó oír los chillidos acuciantes del Grupo de las Iguanas. Quiso escuchar del Tecolote Gris sus apuradas advertencias de guerra.
Entonces vio al ojo único y espeso del Gran Lagarto dirigido contra él, contra su figura apretada al pie de uno de los postes, al borde del mundo. Se agarró de las dos líneas de grueso mecate y, al levantarse, le llegó el otro coletazo. Trozos de su piel y de su sangre fueron absorbidos por las sombras chillonas de la primera fila de sillas o bancos o butacas.
Fue en ese instante que se resolvió a saltar, como apoyándose en el nuevo sufrimiento. Sus manos se aventaron sobre la áspera garganta del Gran Lagarto.
Después del silencio, rumbo a las regaderas y saliendo ya del local vacío, el Tecolote Gris sintió que los dedos del Pancho Amargo le tocaban la cintura. Supo que luego resbalarían hacia las nalgas. Se aguantó.
—Dime, Tecolotito, ¡Bonita lucha! ¿verdá? ¿Apostaste bien?
—¡Qué pasó, Pancho! No me toques esa canción...
—No jodas, güey. Ya está hecho, la hicimos.
—Pos..., ¿qué?
—Sí, tu pelea con el Gran Lagarto. La finalísima de la temporada. Y apostaré por ti.




De: Cuento a cuento (relatos completos), Grupo Editorial Eón / Centro Universitario de Tijuana, México, 1997.


 

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