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Saúl Ibargoyen

 
 

EL ESCRIBA DE PIE





BAJO EL ROPAJE DEL YO

Si Walt Whitman en el Canto a mí mismo canta al yo, exalta a su ser mismo, en un lenguaje, que si bien lo tenemos escrito, su naturaleza es el habla, un poema oral que arrebata por su entusiasmo, por la voz inconfundible, original, por un estilo o identidad que habla de sí y desde sí mismo, que quiere decirlo todo y a veces se pierde en recapitulaciones y exclamaciones; con Saúl Ibargoyen en El Escriba de Pie, encontramos una situación distinta para abordar a ese yo. Whitman exalta a su ser mismo, habla de sí, habla de Walt Whitman; Ibargoyen nos cuenta una historia, la historia de un personaje legendario, de un escriba egipcio, tras cuyos rasgos se esconde el mismo Ibargoyen.
Si Whitman en ocasiones es vencido por la emoción creadora y se pasa enumerando y se pierde en este entorno, Ibargoyen, al contrario de esto, es preciso, se niega a tratar al lenguaje como un mero instrumento, pero tampoco deja que el lenguaje se convierta en una ama cruel. El lenguaje en El Escriba de Pie es comparsa, compañía del espíritu del poeta. Es una alianza, donde no hay servilismos y sí, una comunión.

"Escucha tú/a quien siempre hemos llamado/tú tan solamente solo/y tan solísima como estás/en cualquier ribera de esta madre/de casi todos los años."

El Escriba de Pie tiene la tensión que los grandes poemas sostienen de principio a fin, no da rienda suelta a las emociones, las dosifica, Saúl Ibargoyen es un poeta con personalidad. "Sólo quienes poseen personalidad y emociones saben lo que significa desear escapar de éstas" escribió Scott Fitzgerald. Si bien Ibargoyen habla de un yo, habla de un yo negado, que quiere suprimirse del poema, mientras Efraín Bartolomé dice: "Soy un poeta: soy una veta de oro/escondida en el pecho de mi generación." Ibargoyen con la misma ambición dice:

"No soy el escriba/no soy el presunto señor/de la veraz palabra./ Nada pinto ni dibujo ni grabo/ni escribo ni hablo/Sólo veo una mujer polvorienta/y objetos distintos/y ajados mercaderes y pájaros/que nadie compra ni bautiza ni recuerda."

Ibargoyen se niega escritor, se afirma testigo de las mugres del mundo, es un fiel observador, es la memoria del olvido y se identifica como tal. El Escriba de Pie se observa de esta forma como testimonio del pasado, un pasado remoto que se renueva, un pasado que ubicamos por sus referencias en Egipto pero que podemos observar en la Ciudad de México.
El Escriba es un orador no un escriba, en mayor medida se vincula con los Rapsodas griegos que recitan poemas teniendo como única guía a su memoria.
En el poema mientras el Escriba se niega a sí mismo, una segunda voz da testimonio, que aunque está escrito es vitalmente oral, sobre las observaciones del Escriba. En este aspecto Saúl Ibargoyen es demoledor al confesar al lector: "Viajero lector no busques/aquí las palabras: /siempre estuvieron en otro lugar/"
Sin ser un Yo arrogante, Saúl Ibargoyen con El Escriba de Pie es capaz de nombrar a las cosas, de crearlas, de ser una voz con identidad, con ambiciones, que niega al Escriba, es decir a sí mismo, a su Yo, pero se niega con firmeza, no duda. Y éste Escriba de Pie, poeta cívico, tiene una seguridad y unas agallas implacables, su experiencia poética es un espejo que nos presenta desnudos, con la impotencia de no poder cubrir nuestra amarga verdad. Ibargoyen es la prueba más eficaz de que la emoción siendo dosificada no cae en el verso frío y la palabra desapasionada. El Escriba de Pie estremece, es un poema de largo aliento que conmueve, que resuena, que no se apaga al transcurrir de los versos. Saúl Ibargoyen recibe con El Escriba de Pie el Premio Nacional de Poesía Carlos Pellicer 2002 para Obra Publicada, y de esta forma obtiene un adecuado reconocimiento a una obra sincera, que nos da realidad, visión, y experiencia del mundo. El Escriba de Pie no dejará indiferente al lector.

(Ivan Cruz Osorio. El Escriba de Pie. Saúl Ibargoyen. Fundación Cultural de Trabajadores de Pascual y del Arte (2002))



SOBRE SAÚL IBARGOYEN
Escriba de pie


                                        “… El hombre muere, su cuero se vuelve polvo,
                                        todos sus semejantes regresan a la tierra, pero el libro
                                        hará que su recuerdo se transmita de boca en boca,
                                        de silencio en silencio. Vale más un libro que una sólida
                                        casa o un templo de Occidente, más que un castillo
                                        también firme o un monumento erigido en un santuario…
                                        los sabios profetas han pasado y sus nombre estarían en
                                        el olvido si sus escritos no perpetuaran su recuerdo
”.
                                        Papiro Chester Beatty IX,
                                        Nuevo Imperio

Perpetuarse en la escritura: tal es el destino del poeta, del escriba. El poeta uruguayo Saúl Ibargoyen lo sabe y por eso eligió este epígrafe, uno de los cuatro que abren El escriba de pie, que obtuvo el Premio Nacional Carlos Pellicer para obra publicada en 2002 y que ahora aparece en una nueva edición junto tonel poemario inédito Hentropía (Ediciones Tintanueva). Conformando por cinco poemas que guardan entre ellos una unidad temática, el volumen El escriba de pie destaca por “Canción del escriba de pie”, poema de largo aliento que expresa una serie de sentencias contundentes que se suceden a lo largo del texto; está estructurado en dos lenguajes: el del poeta y el expresado a través de una voz otra.
El discurso del autor manifiesta no ser escriba ni pintor ni el que manda en las palabras. Tampoco el que dispuso signos y colores o escribió la primera canción; no fue el responsable de que las tinieblas de la noche cayeran sobre el mundo; no es el escriba que permanece sentado o en cuclillas; no el que atraviesa aquellos lejanos ríos ni plasmó discursos de viajeros, no es el notario, escribente, pendolista, amanuense; no es escriba de nadie ni el señor de la palabra cierta, sino el que observa; no es el dueño de vocablos que nombraran los matices del mundo; no es funcionario ni copista. Nunca escribió otros nombres, ni el suyo propio porque sabe que ése ya quedó tatuado en la piedra: dos sonidos solos/ combatiendo por un sitio/ en el aire de metal:/ cuatro letras solas/ como huellas de polvo/ en una boca nueva/ sin lluvia y sin sed. Afirma que nada escribirá según lo que ya está escrito, sin embargo, se plantea tres cuestionamientos que atañen al ser universal desde los comienzos y en los que está implícito su sino: ¿qué hombre preguntará/ con la voz de todos los hombres?/ ¿qué mujer gritará/ contra el destino de su vientre?/ ¿qué cantor contra el silencio/ metido en su canción?
La que llamo la voz otra nos remite al origen de los tiempos, al saber ancestral; a las aguas sagradas que crecen/ desde las rojas alturas del sur; a las patas de bestias escondidas/ que lastiman burbujas de limo diluido; a las garras de la más inmóvil dueña del miedo; al escarabajo que debe conducir los movimientos/ del visible mundo; a las sudoraciones del día inicial; a aquella madre destetada/ con los ademanes del cansancio inaugural; al desierto como gran vacío que estuvo en el principio sin comienzo/ de todos los fuegos; a la orilla del padre de todos los ríos; al frasco con la tinta sagrada. Ibargoyen también hace alusión a los cuatro elementos primigenios y a los dioses que refrescan su piel/ bajo las palmeras de todo el mediodía: dios de los piojos, dios de las moscas, dios del aire, en nuevo dios del humo que personifica el hambre y lo corrupto; crea un ámbito hierático que contrasta con la realidad presente.
Sabemos que “En el principio era el verbo”, según lo expresa san Juan en las Sagradas Escrituras; el verbo como palabra, lo que los griegos consideraban como el logos. Después surgió la escritura como signo visual del verbo, de ahí que algunas culturas le dieran un carácter sagrado, ya que las letras se obtuvieron de la imagen de los dioses. Para Jean Chevalier y Jean Gheerbrant, la escritura aparece cuando la palabra se retira, es decir, surgen sustitución de ella. Sabemos que la función del poeta es nombrar y plasmar lo nombrado en el papel dejando de esta manera un testimonio.
Muchos creadores han dejado en sus versos su idea sobre el lenguaje, sobre el acto de escribir; recordemos a Octavio Paz en su inolvidable poema “Las palabras”: Dales la vuelta,/ cógelas del rabo (chillen, putas),/ azótalas, dales azúcar en la boca a las rejegas…; o bien, mencionemos a la poeta quebequense Nicole Brossard, cuya obra se ha señalado por la presencia de sus reflexiones sobre tal cuestión, por ejemplo, en el poemario Au présent des vienes advertimos: sí escritura obliga para quebrantar/ indefinidamente el axioma de la muerte/ muy digno uno suplica/ en medio de una frase/ la muerte sólo tiene como sexo un yo/… Otros más, como el artista plástico Marco Antonio Trovamala, quien produjo una serie titulada “Arqueología mínima de la escritura”, hace un recorrido por las diversas etapas de la representación gráfica. Por su parte, Ibargoyen se pregunta: ¿Debo ahora negar toda escritura?/ Debo gritar que no soy ni seré/ el señor de ningún verbo/ ni el dueño de paletas y pinceles y pinturas/ ni el maestro de las ordenadas oraciones/ ni el propietario del martillo y del cincel? Y en la serie de poemas del libro se vislumbra la respuesta: Él mismo es un escriba de pie y ante sí mismo. A decir del poeta: Y de pie en la orilla/ donde el escarabajo enfría/ su planeta de estiércol/ levanto ojos y vidrios/ y poros y pelos y gases y párpados:/ porque huelo y escucho/ las mugres del mundo/ y me niego a llorar.
Ahora bien, de acuerdo con el epígrafe de Muahmmud ibn-al Mahad, uno de los cuatro que eligió Ibargoyen para el poemario Hentropía: “Cada palabra lleva en su escritura y su sonido un caos que es el del hombre que escribe, no del dios que mostró (soñó) el comienzo del verbo. Si dos palabras se juntan, como una pareja en conflicto y armonía, el caos será doble y no podrá detenerse. Sólo que el dios y el hombre lleguen a un acuerdo”. Así la escritura, así el escriba crea sus versos, así se gesta el acto de nombrar. En el poemario Hentropía, el autor afirma que el tiempo transforma el nombre, y que los nombres iniciales se forman con las sustancias sin olor de cada cosa. Habla de añejas voces y escrituras frescas, de un día nombrado domingo, de la cama del gato hecha de signos, de un nombre que nunca fue escrito, de la madre de los nombres, de ese otro que no siempre es nombrado. Dice que todo puede borrarse con la palabra silencio.
Ibargoyen asume su propio nombre y a la vez se plantea un interrogante: “¿Por qué todo debe ser escrito?”. Creo que la respuesta se vislumbra en el pensamiento del Papiro Chester Beatty IX, que mencioné al principio, es decir: para que los escritos perpetúen el recuerdo de las palabras del autor. Antes expresé que la escritura surgió como signo visual del verbo y que, de cierta manera, está sustituye a la palabra. Recordemos que los grandes pensadores como Sócrates, Buda o Jesucristo, no dejaron un solo escrito; luego, se gestó la escritura quizá para llenar ese terrible vacío. Y entonces el poeta nombra, el poeta enfrenta el mundo y deja un testimonio de su transitar en él. He ahí la huella de la tinta.
Aves, colores, calles, cifras, números, animales diversos, flores, ciudades, todos estos elementos son para el poeta uruguayo la materia con la cual va nombrando el mundo a su manera según su cosmovisión, sus emociones, su percepción sensible; crea imágenes, las impregna de su ser, hace una resignificación de lo sagrado, en pocas palabras, afirma la escritura, no la niega. No se puede soslayar la melopea que se advierte a lo largo del libro; es importante hacer alusión a las anáforas y a las enumeraciones heterotónicas que le sirven a Ibargoyen para lograr una mayor agilidad en el ritmo, por lo cual prescinde de comas que pudieran cortar el aliento del poema; si acaso utiliza los dos puntos o l ponto y aparte, pero sin largos silencios marcados por las estrofas que pudieran interferir en la cadencia o en el cambio de musicalidad.
En esta edición de El escriba de pie Ibargoyen hace una especie de nota preliminar, lo que él llama un comentario menor, en el que reflexiona: “En cierta oportunidad alcancé a soñar con los pedazos que un verso pierde en su escritura, en su lectura, en su recomposición, en su olvido, son atraídos por otros versos del poema que ayudaron a formar; pero también por los demás poemas del libro que integran, como un sistema mayor y asentado en energías más fuertes”. Es cierto, existe tal sistema mayor, energías más poderosas que conforman el inconsciente colectivo y permanecen en la memoria antropológica. En la cita anterior yo sólo diría “aparente” olvido, ya que no existe un olvido total, pues los versos quedan insertados en el espíritu del autor y del lector o escuchante o receptor, como dice Saúl. No importa si no memorizamos tal o cual verso o si no recordamos el título de un poema, lo relevante es que la palabra del poeta trasciende y nos hace penetrar en una dimensión distinta. Así pues, Ibargoyen habla de la entropía e intenta demostrar la existencia de ciertas partículas llamadas entropiones, pero con “h”, que permitirían el desorden verbal, rítmico y sonoro, y tienen una interacción con el cosmos.
Según mi lectura, entropiones, con la “h” propuesta por el poeta uruguayo, se basa en la pérdida o recuperación de la sonoridad o del signo —o del verso— y toca el territorio de lo sacro, de lo inefable, según María Zambrano, la mencionada “h” sería la transformación del signo denominado espíritu suave o negativo de la lengua griega, y que en Ibargoyen atañe a “las mínimas fibrillas de humanidad que se entretejen en una única fecundidad, cósmica y cotidiana”. Si el logos llena vacíos y se plasma a través de trazos lingüísticos, por ello atrapa realidades, pero también asume la otredad.
La trayectoria de Saúl Ibargoyen es de todos conocida. De 1998 a 2000 forja este trabajo, El escriba de pie, que hoy comentamos y presenta una posible nueva propuesta estética. Ibargoyen se yergue ante el mundo de estos tiempos de guerra y escucha “como caminan/ las aguas sedientas/ del Nilo celeste”. En El escriba de pie se advierte una voz arquetípica que nos leva de ese caos a esa realidad escritural representada por el logos. Es el hombre que habla por todos los hombres desde una perspectiva no absoluta, puesto que se reconoce como el poeta que nombra sin tener la plena veracidad de la palabra, sin embargo, no miente; habla desde su nombre, desde su propio silencio.

(SILVIA PRATT, “Sobre Saúl Ibargoyen, Escriba de pie”, Arena, suplemento cultural de Excelsior, 13 de junio de 2004)






 

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